jueves, 3 de marzo de 2011

Intersección

Ella: La descarga eléctrica, apenas se bajó del tren, recorrió su espina dorsal de punta a punta. El gesto, la seña macabra del campesino, el cartel blanco retorciéndose en el aire como si una tormenta -aunque ni átomo de brisa en todo el lugar-, le hicieron ensayar mentalmente la postura de un cadaver. Se vió tendido, relajadas las manos y la boca, un hilo tibio, rojo, desde la frente hasta el pie, había vaciado los intestinos. Los ojos se volvían hacia las cuencas, algo como residuos ensangrentados en la pared, una mezcla de sesos y vísceras puestas al sol, agujas de hambre en el estómago y los golpes, el olor, la nube densa que caía sobre las cosas como un pájaro muerto. Debió sorprenderse pero no lo hizo, sabía que no volvería a casa, sabía que estaba muerto.

Él: De pronto la fina película transparente me envolvió la nariz y supe que había tropezado con ella justamente cuando mi píe izquierdo se sumergió en el charco. Mi última imagen del mundo fue la fotografía de Henry Cartier-Bresson a la que yo siempre he llamado Railowsky, después de eso nada, sólo ruidos en mi cabeza y luces porosas que se me agarraban a las mejillas pellizcándome con suavidad, pero sin aflojar. Había pasillos, eso lo sé, también espejos vueltos del revés y una humedad caliente que me hizo recordar. Y me detuve, más bien algo me detuvo, y quise empezar a hablar, pero en mi boca las palabras se estrujaban como si fueran de papel y se me iban volando convertidas en pelusas sonrientes. Los pulmones me chupaban para adentro, creo que me querían volver del revés. Y grité. Di un grito que retumbó en un campanile y volvió tres siglos después. Caminé hundiéndome hasta los tobillos en el charco, hasta la cintura, hasta las mismas cejas, y a partir de entonces ya pude respirar aliviado entre el bosque y los caballitos de mar que me guiaron hasta un claro completamente circular donde se veía bailar el fuego de una hoguera. Busqué por todas partes al narrador, pero no lo encontré. La señora gorda que gladiolas y churros de chocolate en la mano cantaba una melodía. Del fuego se me acercó una caricia y noté sus manos jugando bajo mi pantalón. Me susurró un poema que hablaba de palabras y me estrujó, me dio un abrazó que me envolvió en las llamas. La vi. Estaba dormida, la cabeza descuidada sobre la almohada, los ojos cerrados, un mechón de pelo sobre ellos. Los labios fruncidos, como besando el silencio; su quietud me meció. Besé su frente y la habitación se llenó de pelusas. Me acerqué a la ventana, el Vltava estaba completamente helado, toda Praga dormía como blanquecina acurrucada por la luz mortecina de algún farol. El cristal estaba empañado, y ella había escrito en él: “Cosa etérea”. En la mesa seguía abierta su libreta de las tapas de mariposa, con sus páginas llenas de peces de colores. Sonreí y me senté junto a ella en la cama, acaricié su pelo, creo que ella sonrió también. Las pelusas siguieron cayendo del techo, pero ahora eran letras que se abrazaban unas con otras. La besé en los labios. Ella es mi narrador.

1 comentario:

Luna dijo...

Lo supo.
El último frío
besó su frente.
Charcos de ruidos,
ella cristal etéreo
me relata la vida.

Hoy, con tiempo, los disfruto.