domingo, 30 de enero de 2011

Encuentros

Ella: Reunirse en el café L'art después de las cinco era una excusa. Cruzaban la avenida Baralt que estaba siempre con el ojo infartado y la tensión por las nubes. Cuando la muchedumbre se agolpaba, formando una densa ola de carne difícil de atravesar, él apretaba aún más su mano para abrirse entre las personas y, más importante aún, entre sus fantasmas. Ese día llovía, pero esto es anecdótico e innecesario, algunas personas llevan la lluvia por dentro, en los pulmones: una precipitación constante que jamás dimite. El caso es que era una excusa. Violeta, sentada, ordenaba un café mientras él miraba, embebido por esa extraña sustancia que hay detrás de la vida. No hablan, Violeta y él no se hablan, sólo miran, se miran, gastan el café, los ojos, esperan, se toman de la mano y un leve temblor, esperan. Por fin el suceso, el olor, sale del horno y ellos se sonríen, de sus ojos un puente de nervaduras fortísimo, saben algo que yo, voz que intenta retratarlos, ignoro por completo y envidio. No se hablan, se han dicho todo lo que dos personas pueden decirse, no se hablan, se leen.

Él: Cada mañana quedaban a una hora indeterminada en cualquier sitio donde las sombras de los árboles no se cruzaran. A veces él pensaba que podría ser por Ruzafa, y hasta allí se iba; otras veces ella pensaba que sería cerca del río, y hasta allí se iba. Cada mañana se encontraban, sin faltar ni un día, y cada mañana se paraban uno delante del otro sin decir ni media, sólo se miraban a los ojos y ella veía caballitos de mar que subían y bajaban en un baile de ascensor y él veía estrellas de mar que tejían las noches y las risas en aquellos ojos de almíbar bañado en sueños. Luego caminaban sin rumbo, sin hablarse o sin parar de hablarse, nunca se sabía, nunca importaba. Caminaban hacia el puerto y se sentaban a ver como los pescadores cosían las redes, o llegaban hasta la playa y se mojaban los píes y las ganas de ser. Ella coleccionaba los olores de las cosas que valían la pena, los olores de las arcillas, del cuello recién besado, de las manos amasando el pan, de los días que se quedaron a esperar nuevos días. Él coleccionaba hipotenusas y castillos en el aire, los construía a base de líneas imaginarias que unía magistralmente, como si fuera un dibujante sin lápiz. Ella le decía, este castillo te ha salido muy bonito, y él sonreía satisfecho de la obra bien hecha. Algunos días jugaban a inventarse recuerdos y siembre se asombraban de que cualquier recuerdo que inventaran se convertía en realidad; otros días se cogían de la mano y andaban a la pata coja, como si jugaran a la rayuela, y cuando llegaban al siete se besaban en la boca. Un día ella le dijo, ¿por qué los triángulos equiláteros no tienen hipotenusa?, y él le contestó, porque los triángulos equiláteros no saben soñar.

sábado, 29 de enero de 2011

Efecto de detención instantánea

Ella: Muerte: evento que desactiva, anula o detiene el curso de la vida. No hay forma de predecir el acontecimiento a causa de un sistema de patrones aleatorios que utiliza para cesar las funciones corporales. Curiosamente, no es un suceso que debe lamentar quien lo sufre, sino quien ha tejido con el difunto un cordón umbilical que se ve repentinamente amputado. El pariente, amante, o amigo queda entonces atrapado entre dos paredes que oprimen el pecho y experimenta los estragos de una sombra densa que tarda meses o años en salir del cuerpo.  (será continuado)

Él: Violeta da vueltas y vueltas sobre la punta de su píe izquierdo. El mundo gira y gira con un efecto centrífugo que transporta mil imágenes a una galaxia que aparece de pronto vestida de color mandarina. Y Violeta ríe y sigue girando y su risa es un big bang que lo crea todo, desde la planta a la azotea. El mundo es una espiral que se chupa como si fuera un pirulí con sabor cítrico y dulce, los reflejos de las lunas aparecen como congelados en las órbitas de las miradas y Violeta gira y gira con su risa plateada recién sacada de una explosión interior que nadie llega a percibir por mucho que los átomos se incrusten en sus conciencias. Casi a mediodía el píe de Violeta deja de girar y lentamente va disminuyendo la velocidad del mundo hasta situarlo completamente quieto entre el color de una jacaranda y el breve rumor de un riachuelo. El sol ahora es seco y como de papel secante, se arrima hasta el sudor de las sienes y el pulso golpea como si fuera un tan tan. Violeta está pensando, de hecho se sienta en su mecedora de pensar, y piensa el cielo quieto, el horizonte quieto, el día parado como esperando otro amanecer. Los pasos de Violeta son cabalgatas de reyes magos que se acercan desde oriente con un vaso de sorbete de mandarina en la mano. Cuando llega hasta mí bebe un corto sorbo, apenas se moja los labios y luego me deposita el frescor de la mandarina en la boca. Yo abro los ojos como si los párpados fueran el telón de ese mundo y sus ojos me bañan en un cariño que va más allá del simple hecho de querer. Me dice, amor, el mundo es redondo, le digo, amor, el mundo eres tú. Y ríe. Violeta ríe y gira y gira y ríe sobre su píe izquierdo haciendo que la vida sea una noria donde vale la pena viajar.

Etiquetas

Ella: Belleza: Fenómeno inclasificable de alto impacto que sacude, comprime, engrandece y estalla las esferas del pecho simultáneamente. Su naturaleza insondable se mimetiza con cualquier objeto orgánico e inorgánico y, además, también posee rasgos inasibles de vibración velocísima que induce un estado comatoso en las paredes del alma de todo ser vivo capaz de percibirla, una línea vertical descendente conduce al centro del abismo que supone mirarse dentro cuando la belleza se filtra y deja los poros en las rendijas del ser. No tiene precio pero la humanidad aún busca, contra toda lógica, etiquetarla y adherirle sistemas de valoración insuficientes que debieran condenarse en todas las constituciones del mundo. En las personas sensibles percibir la belleza consiste en una forma de vivir y también de morir, alcanza tales temperaturas el contacto de su lengua, que la fiebre se instala en los huesos por un segundo que bien podría parecer mil años compactados milimétricamente. Esta sensibilidad tampoco puede comprarse y es difícil desarrollarla con los sentidos cerrados sobre sí mismos. Para extraer de la belleza el mayor provecho se recomienda reclinar la vida sobre el asiento y dejarse atravesar por el relámpago de su magia cósmica que es, en sí misma, una fuerza de la naturaleza.

Él: Atravesar la nada puede ser algo muy parecido a flotar sobre el jabón de una bañera de porcelana. Correr a través de los segundos pasando calles con edificios vestidos de triste y ahuecados hacia el lado izquierdo puede ser parecido a esas voces que retumban en tus oídos cuando te reincorporas a la vida tras un largo sueño. Vivir atravesado por cien medidores de salud, atado a la máquina que te permite respirar, es lo más parecido a no vivir que Raimundo Fernández ha conocido nunca. Raimundo Fernández. Cuarenta y cuatro años. Ciento ochenta y cinco centímetros desde el suelo hasta algún lugar indeterminado de su cabeza. Está atado a una camilla y de sus venas salen decenas de abejas que le liban la sangre. En su frente una cinta con diodos le marca cada pensamiento y en su pecho los electrodos le mueven los segundos. Su viuda está sentada frente a la camilla, cogiéndole la mano libre y rezando a algún dios para que la deje viuda y sufriendo en su paz. Es una mujer triste, lo fue siempre, acostumbrada a las novenas y a las orillas de las enaguas almidonadas al amanecer. El tiempo es otro, un tiempo pasado, dibujado en papel sepia y en recuerdos de mesas camillas. Los niños juegan con piedras y en los parque todavía no se amortigua la vida. Raimundo Fernández quiere hablar, pero después de toda una vida sin hablar no va a ser fácil hacerlo por la pequeña razón de la muerte. La viuda suspira y piensa en síes condicionales que no la sacan de ninguna parte. La enfermera entra y con milimétricos movimientos profesionales descarta la vida del paciente. La viuda suspira otra vez y se siente libre por primera vez en tantos años y piensa en una cama fresca sólo para ella y se entretiene pensando en pintar la casa y llora, la viuda llora desconsolada mientras se rasca con disimulo la pantorrilla.

jueves, 27 de enero de 2011

Espejismo

Ella: Sentada, muda frente a la página, salía por la ventana con los ojos sin remordimiento alguno; el lápiz seguía andando mientras no escribía. En el fondo, al final de la avenida más blanca de su mente, tenía muy claro que el mundo seguía escribiéndose en su interior porque aquello formaba parte de su sistema vital, algo como respirar o dejar caer el libro al quedarse dormida. Tan pocas palabras alcanzan la página... llegan extraviadas, como arrancadas de un sueño, ponen un pie en la hoja sin comprender demasiado bien para qué han sido trasladadas a semejante llanura. No escribiría sus mejores palabras ese día, se las llevaría en un escondrijo de madera cuando viniera la tierra a cubrirle.

Él: Cuando llegué a la ciudad de las torres oblicuas me detuve un largo rato a contemplarla desde una colina a pocas decenas de pasos de su muralla. Los tejados ocres se abrían como pechos de doncella al cielo, los dorados de las veletas y la enseñas de las cúpulas azules se reflejaban en la calina que subía como un espejismo hasta juntarse con las nubes que jugaban a ser mujeres de Rubens. Estaba cansado por los días de polvo y viaje, por los años de espera y sueño, por todas esas vidas que nunca me habían cabido dentro. El sudor y la sed se me juntaban en el esófago hasta hacerme sentir de nuevo la misma vieja punzada de dolor, aquel vaciado abrasador que tantas otras veces había sentido cuando el sueño dejaba de llamarse sueño. Era bella. La ciudad a mis píes era muy bella, reposada y digna, segura de su insignificancia, de que sus arcángeles no eran de madera y sus mezquitas de cantera, segura de que el barro sólo era barro, por más que a menudo se vistiera de hombre, segura de que en los panteones sólo mueren los vivos y de que las huellas de los carros son lo único que marca las horas. Justo a las tres de la tarde cantó el almuecín y todo pareció volverse de otro color y hasta el agua brotó de la misma duna donde se hundían los cascos de mi alazán. Alá es grande, pensé, sintiéndome tan pequeño que descalcé mis píes y los lavé con la arena del desierto. Cuando extendí mi estera y me arrodillé cara a la Meca, quince siglos se me postraron en las espaldas hasta hacerme sentir el peso del mundo. Mi alma flotó hasta algún sitio donde ya nada pesaba, donde los azules se sentían bajo los párpados y la risa era una cítara que se estiraba hasta tocar mi pecho. Amé. La recordé. Su vientre, su vientre girando entre mi vino y mis manos inventando sus caderas. La música. Sentí su voz cantándome alguna leyenda de antes de que hubiera Dios. La amé. A lo lejos, desde una ventana de una de las torres, un pañuelo me dio la bienvenida.

miércoles, 26 de enero de 2011

Partita número dos

Ella: Mis ojos son hilos que siguen minuciosamente el trayecto de sus pasos. Cruza a la izquierda y se lo traga el callejón de sombras que conduce a ninguna parte. Debo aproximarme si quiero seguir mirándolo. Minutos después estoy peligrosamente cerca de que gire el rostro y sus ojos se quiebren al mirarme. Mimetizo mi cuerpo entre el farol y la pared atestada de grietas. Bebe algo, café o té; cierra los ojos y acerca la taza a los labios: segundo de siglo y medio en el que su gesto apacible lame la espalda y desciende hasta morder el tobillo, temblor, en los poros temblor y luces. De pronto, como si una punzada metálica hundiera las uñas en su espalda, abre los ojos asombrado. Línea recta entre sus ojos y los míos, me miro en el hombre que me mira y el cielo abre la boca, nos engulle. La taza cae, en mí se escuchan los vidrios.

Él: La suavidad es recorrer con mis dos dedos su nuca, jugando a los soldaditos que avanzan rastreando un terreno que huele a mediodía con el sol encaramado a la copa del abeto recortando su figura tras la ventana, a contraluz mis dedos, tocando el violín. Ella toca la partita número dos y yo noto perfectamente como su alma vibra al mismo tiempo que la música y su cuello. Mis dedos entonces se dispersan por debajo de su mentón y el más atrevido llega a hundirse bajo su garganta para pulsar un tenue arrollo que comienza a brotar en sus adentros. Y no son sólo la música o el sol quienes encienden sus mejillas, es también su imaginarse cerca la batalla entre dos re descorchados de la cuerda, acompasando sus dedos al traste como mis dedos a su mejilla, su lóbulo, sus labios, contorneando sus labios, mis dedos, mientras sus dedos contornean al violín y lo mecen como mis dedos mecen ahora su arrebol y se juntan, diestros, más abajo de su barbilla y allí esperan el final de la siguiente nota.
El sol dibuja un lago en sus pupilas y ella sonríe esperando que mi patrulla continúe su exploración y baje sin resuello por su hombro hasta el canesú de un deseo que se envuelve en segundos anticipados al beso que suavemente coloca la melodía en su cuello. Se gira sin música y deja el violín sobre sus piernas, me giro con la suave parsimonia del gato que caza y maúllo las cinco letras de su nombre sobre su oreja; mis dedos son ya cinco recorriendo su cintura, afianzando su traste para que el torrente fluya, brote, vibre. El violín descansa ahora sobre la alfombra, acostado boca arriba y con su alma abierta. Su falda está encendida y se ha puesto a volar, su risa es como una sábana tendida y sus dedos comienzan a descifrar mi cuerpo como si hubiera descubierto un lenguaje con el que fabular. Poco a poco el sol baja hasta su cintura señalando triángulos que suenan como campanillas, el agua brota y nos moja, la música baila sobre la almohada y los dos jugamos a las marionetas.

Los ojos del pájaro negro

Ella: En el yacer me digo, me pronuncio al aire y mi aliento de nervaduras teje una red en la esfera altísima del cielo. Ni una cinta de viento altera la eternidad que ante mis ojos se erige. Me voy sacando nubes de la boca como si fueran pelusas blancas. Soy eso que miro y te mira desde el anverso del cielo. Estás sentado, café en la mano derecha y periódico en la izquierda. Sé que me lees los titulares en voz baja para no despertarme. También me describes la trenza de sonidos que estallan al rozar las paredes. Yo te escucho, abovedada en el sueño, y te miro desde los ojos del pájaro negro que busca granos de arena entre los pliegues de sus alas.

Él: Si pudierais ver seguramente lo veríais. Es un hombre de una edad indeterminada, aunque cualquiera le llamaría viejo. Está vestido con unos roídos pantalones de pana, que quizá pudieron ser marrones o quizá verdes en su tiempo. Lleva una chaqueta negra y los deshilachones de las costuras le cuelgan por las orillas. No hace frío, pero verlo sentado y quieto, como vuelto sobre sí mismo, provoca una sensación de frío intenso, de mal cuerpo, de no querer mirar si acaso pudierais verlo. Sus ojos son pequeños, casi rendijas por donde no pasa ya ni el mínimo reflejo, ni siquiera una pequeña intención de volver a ser mirada. Han pasado horas y la plaza se ha llenado y se ha vaciado varias veces. Gente como vosotros ha pasado por su lado sin tropezar en un regate autómata que lo aleja de cualquier conciencia. Ahora hay tres niños que lo miran, lo rodean, lo citan, lo sopesan, lo ríen, lo insultan y salen corriendo. La risa se convierte en música y en carcajada del viejo escupiendo a diestra y siniestra. Un hombre pasa y le golpea, apenas un sopapo bien dado. Otro hombre lo ve, se arrima y también le golpea, esta vez es una patada en la boca del estómago. Los niños ríen. Sin saber cómo ya hay cinco hombres golpeando al viejo. Un libro cae del bolsillo derecho de su chaqueta, está lleno de letras derramadas. El hombre intenta cubrirse la cara con los codos y los golpes van a su estómago, intenta cubrirse el estómago con los codos y los golpes van a su cara, intenta alejarse gateando, pero dos garras le sujetan de los hombros y golpean su rostro contra el suelo. Un ruido hueco, como de sandía quebrada paraliza cualquier sonido, cualquier imagen. Los movimientos se han quedado quietos como de escayola y la plaza se vacía otra vez. Hay sangre en el suelo y en el cráneo del hombre. A pocos metros la tinta del libro se ha vuelto roja, las palabras se abrazan temblando.

lunes, 24 de enero de 2011

Funambulismos

Ella: Lo más difícil no es esperar media hora a que la ranura de la puerta se alargue y la luz dibuje una avenida en mi rostro. Tampoco en leer para ahuyentar las preguntas que aún no me hacen encuentro el menor obstáculo, finjo leer mientras mis ojos recorren minuciosamente las paredes. Tengo una fijación perturbadora: las paredes con grietas atraen y repelen mi atención a partes iguales. En el sueño suelo contar las grietas, las clasifico según su parecido con algún contorno o silueta, mis manos son muy pequeñas. Tengo seis años y mis manos no saben estrangular al hombre que se abre paso entre las grietas para matarme. Desplaza la pared como si de una cortina se tratara, el miedo se aloja en mi intestino y se mueve, se adhiere a mis huesos y logra extrapolarse hasta la inasible claridad de mi vida. Despierto, en el consultorio ni un sonido, solamente los ojos que detrás del escritorio me miran con espanto.

Él: El cable unía dos lunas rotas, menguantes, y con los dedos fríos apenas cubiertos por los mitones agujereados, Sebastiano del Piombo tiraba hacía sí con todas las fuerzas hasta tensar el arco de circunferencia que dibujaba el horizonte. Cualquier horizonte o cualquier existencia, es lo mismo, pensó entre sudores Sebastiano del Piombo, que por supuesto ni se llamaba del Piombo ni pintaba nada en esta historia. Sólo tiraba hacía sí con todas sus fuerzas, sólo resoplaba para contener el dolor del cable clavándose en sus dedos y el cansancio de todos los años tirando de cada segundo para que llegara a minuto, tirándose de las patillas para mantenerse despierto, sereno, viendo estirarse el arco creciente hasta cubrirlo todo de noche y luna, de cielo negro como cualquier encrucijada no iluminada por ninguna hoguera. Una vez tensado el cable hasta el infinito, Sebastián esperó el redoble y con un santiguarse mitad rito, mitad recurso artístico, agarró su mano derecha a la maroma y con un balanceo de su cuerpo avanzó su brazo izquierdo hasta colgar de nuevo en el vacío que había colgado desde que tuvo noción de ser algo más que vacío. El tambor repicó a cada brazada que le alejaba de la tierra, que le llevaba hasta aquella luna amarilla de luz implacable que se le hendía en los ojos. Cuando llegó al medio justo de la pista, el funambulista se aupó en un solo esfuerzo. Sobre la cuerda todo bailaba abajo, las velas de las mesas, las copas, los requiebros de brillantes haciendo también equilibrios sobre pechos de guirnaldas, mujeres alfombradas hasta el velo del paladar. Sebastián se apoyó en un solo píe. El mundo se inclinó peligrosamente y un grito de placer se escuchó en la platea.

domingo, 23 de enero de 2011

Sinrazones, sinsabores.

Ella:

Asistir con la mirada
al momento en que borren mi nombre
de la lista

olvidar que una vez
habité un cuerpo tibio

y hundirme como las piedras
en el mundo de las palabras que no existen

Él: Había una vez en una hoja de papel un pueblo de pescadores azules con una montaña de hielo picado de color naranja. A los pescadores no se les podía, bajo ningún concepto, llamar pitufos, porque entonces se ponían negros y te arreaban un mamporro. El pueblo estaba situado en la costa septentrional de Finlandia. Era un pueblo completamente helado en el que a la noche seguía la noche y al día el día. Vivían en él tres familias, todas ellas de nombres impronunciables. La familia atún tenía tres hijas bellísimas a las que llamaban las atunes, la familia pingüino tenía tres hijos bellísimos a los que llamaban los pingüinos, y la familia marsopa no tenía hijos, tenía un perro blanco como la nieve al que llamaban marrón. Esta inexactitud entre la identidad y la cualidad había provocado en el perro graves problemas de sociabilidad, convirtiéndolo en un animal hosco y hasta a veces peligroso. 

El pueblo no tendría ningún interés si no fuera por la inmensa montaña naranja que se divisaba desde los confines más recónditos del Ártico. La montaña no era de piedra, ni de tierra, ni de nieve, ni siquiera era una montaña de hielo aunque estuviera completamente helada. Era una montaña de mandarina que olía perennemente a mandarina recién pelada. Era una montaña de color naranja transparente en el que los pálidos rayos del sol o la luna parecían ponerse dioptrías para llegar hasta sus entrañas a través del celofán transparente. De las tres niñas bellísimas y azules de la familia atún había una especialmente encantadora. Se llamaba Dana y tocaba el violín cada madrugada hasta que la luz mostaza se volvía a dormir medio despistada por no saber si aún era de día. De los tres niños bellísimos y azules de la familia pingüino había uno especialmente encantador. Se llamaba Danko y cantaba arias de ópera cada anochecer hasta que la luz mostaza se volvía a despertar medio despistada por no saber si aún era de noche. Una noche y un día se juntaron y ellos, al escucharse, se asombraron de que estaban interpretando los dos la misma pieza. Eco, se dijeron riendo a la vez. Ambos se acercaron hasta que sus narices se rozaron en un beso que fue más profundo y largo de lo que este tipo de saludos parecían recomendar. Luego tomaron sus manos y comenzaron a andar hacia la montaña de mandarina. No les costó mucho encontrar la abertura por la que penetrar en su interior. El olor a mandarina les envolvía y acariciaba sus pieles con una suavidad que nunca antes habían sentido. Hicieron el amor entre risas y gemidos. Se contaron sus historias y las de sus familias y también la de marrón. Cuatro mil años después un rayo de sol deslumbrante les despertó. Se asustaron porque nunca habían visto una luz tan intensa. Se acercaron hasta la grieta por donde entraba el sol con los ojos entrecerrados y cubiertos por las manos, como si vieran un eclipse o una película de miedo. Asomaron la cabeza y el viento les golpeó como si estuvieran viajando en un tren camino de Praga.

sábado, 22 de enero de 2011

El peso ausente

Ella:

No estoy sola
conmigo vinieron los libros
la voz de aquel pájaro en el sueño
el peso ausente de las sombras
y la ranura en que el poema
dejó sus pistilos
al forzar su huída hacia la luz

*

Desprenderse del árbol en el momento justo
caer como si no existiera mayor privilegio
aterrizar
con la metáfora abierta
como una flor nocturna
que esconde los pétalos durante el día

Él: Aprovechar el otoño, escupió el anciano al pasar por nuestro lado. La acera era muy estrecha y sus palabras casi se tropezaron con nosotros. Aprovechar el otoño, pensamos los dos, ateridos y sorprendidos de que eso nos lo dijera un indigente forrado de periódicos hasta las orejas en pleno invierno. Seguimos andando y cruzando barrios repletos de basuras y viejos repletos de palabras que se les caían por las comisuras de los labios. Algunos de ellos las arrojaban con delicadeza en los contenedores, pero la gran mayoría simplemente las escupía sin el menor decoro. El suelo estaba encharcado de palabras maldicientes y pegajosas, como restos amarillos de semen pegados en la conciencia de una madrugada borracha e inútil. En la esquina de un cruce alguien había encendido una hoguera con palabras esdrújulas, al fondo de la calle una mujer entrada en tantos años como kilogramos se restregaba el clítoris con un verbo copulativo. La noche era hermosa y llena de luceros, pero hacía un frío del demonio que en ese mismo momento se acariciaba el mentón como si estuviera a punto de descubrir el mate perfecto. Seguimos andando sin rumbo fijo intentando no tropezar con ninguna palabra, no pisar ningún sentido, no aplastar ninguna ilusión aunque fuera una simple y escueta llana de dos sílabas. Al amanecer se terminó la ciudad y empezó un bosque con ramas de latón. Los cielos se desgañitaban a relámpagos y la mugre nos empapó hasta que pudimos guarecernos bajo las alas de una lechuza trasnochadora. Todo estaba bien, ya no había palabras y todo estaba bien. Llegamos al lago con ganas de llegar a algún sitio. Nos sumergimos y todo se convirtió en una bruma verde, como de metano. Cuando llegamos al centro justo del otoño nos sentamos, el lecho estaba cenagoso y lleno de cadáveres de viejos, alguien en algún lugar estaba tocando un theremin. La música era como un abrigo, como un abrazo de amigo.

viernes, 21 de enero de 2011

Metáforas

Ella: Los contagios se bostezan, eso se sabe, basta que uno entre en la boca del otro. No sé si hoy pueda recuperar el trazo de hilo que me anuda con urgencia a la tierra. Hoy flotar, nadamás, entre una frontera y otra sin añorar la cordura. También llorarse, sí, como si una fuera la muerta, mirarse desde el cristal y saber que antes la sonrisa no fué tan dulce. Pero no sólo eso, también hoy divagar, esparcir los pasos del olvido en otro continente, recordar la manera sutil con que las luces te tocan la mano. También mirar, estrenar los ojos, por fin estrenarlos frente a la belleza intolerable y respirar el lienzo pendular de tu mirada, retenerlo en los pulmones hasta que tinta verde la sangre. No sé, pero es probable que la tarde inmóvil detrás de mis párpados me deje en la lengua el rastro de la metáfora que eres. Algo leve, como la voz de aquel pájaro en el sueño, algo que se agita en los poros, impronunciable.

Él: Todo el mundo miraba a la bailarina bailar su constelación de giros, cintas verdes y azules y naranjas y lunas girando alrededor de la luna y sus ojos ciegos. La música también bailaba su baile y las estrellas se estrellaban entre ellas como tropezándose o dándose abrazos de minué. La bailarina me miró porque a mí sí me veía. Y me sonrío desde sus muslos a la misma boca de su vientre. Quise decirle que era un círculo girándome, mi derviche giróvago, mi túnica blanca, mi cúpula traslúcida de mil cristales de caleidoscopio. Mi lluvia. Quise decirle que era mi lluvia, pero la mirada ocultó las lunas y los pasos de tanta gente cultivando el surco, desentrañando los ritos. Comenzó a llover a rompedichos y el mercado se quedó vacío, alguna naranja rodando calle abajo y la gitana de los ojos idos comiendo su helado de maní en silencio. Sólo hablaba la lluvia y las piedras que se ahogaban en la escorrentía. Me acerqué a su mesa y me senté para mirarla por dentro, para beberme con ella ese silencio que tanto nos decía. Ella sonrió con un pliegue de su vida y sacó de su bolso una libreta con las tapas vestidas de mariposa. Dibujó en ella un poema sin palabras ni alas ni horas ni casas ni infancias. Dejó de llover y el colgante de lapislázuli que llevaba en el cuello dejó de bailar. Me miró con la mirada del día, el metro iba repleto a esas horas, se bajó en la siguiente parada y dejé de soñar para seguirla. Todo el mundo nos siguió.

jueves, 20 de enero de 2011

Silencio en blanco


Ella: Te abrazo desde el grito que dibuja la niebla, me adhiero a los contornos de tu clavícula como un pétalo, un aroma que salta del café para morir en tus pulmones, y qué dulce muerte, micromuerte caleidoscopio cuando me respiras. No sé cómo, pero al habitarme te habito, como una crisálida de luces, un lento descender hasta la boca del naufragio. No digas a nadie que te miro mirar el mundo con asombro ahora que la vorágine, ahora que la vida y sus colores de arrecife. No comentes que me habita el pulso de tu sangre como un latido de anémonas. Vamos a dejarnos cubrir con el silencio de los que se miran para encontrar su reflejo en el fondo de la copa del otro.

Él: El hombre aquel no sabía qué escribir. Se pasaba horas y horas, días y días, sentado en aquel andamio colgado de la nada intentando escribir con su brocha gorda una frase en negro. Pero no sabía qué escribir en aquella pared encalada y llena de de recuerdos que le rebotaban en sus órbitas. Recordaba aquel árbol de su infancia en el que se balanceaba un columpio vacío, recordaba la tercera hormiga de una fila de mil hormigas que un día le subieron por su pierna derecha. Recordaba el viento haciendo que los postigos de la ventana de su habitación golpearan al ritmo de su corazón. Recordaba al dios de los cristianos queriéndoselo llevar muerto cada noche y a aquel niño que fue rezando tres padres nuestros y una súplica para que aquel dueño cruel de vidas no atesorara más muertes. Recordaba aquel sonido hueco de los dientes de su abuelo cuando le decía: “¡Niño, no me toque los cojones!”. Recordaba a aquella rubia platino de mil pesetas que le tocó los cojones en un callejón del barrio chino mientras sus amigos esperaban su turno entre risas de miedo. El hombre no sabía qué escribir en aquel blanco lienzo que era su memoria para dejar de acordarse de esos fogonazos que ya no eran él, solamente su olor, su infancia sin territorio, sus zapatos sin pasos para andar colgado del andamio que el viento balanceaba peligrosamente hasta hacer caer una gota negra como un punto y aparte en el papel. Pero el punto cayó tan lento como una pluma de cuervo hasta los pies de una mujer con zapatos rojos y el alma tan blanca como la pared. Lo demás no hace falta contarlo, se sabe que ella lo escribió.

miércoles, 19 de enero de 2011

La otra voz

Ella: Le corto el pulso a la mano de este encierro; con cuidado también la lengua, los ojos y el pistilo que le cuelga de la boca como un insecto de pantano. Una voz desanda los caminos de adentro hacia afuera, se estira en el borde de mis dedos y muestra su mala entraña, no me asusta, mi decisión es firme: abro las ventanas para que el viento se la lleve. Se resiste, la voz se resiste, hunde uñas y dientes como un animal que se aferra a los bordes del abismo. El miedo endurece las venas, tiembla la noche al fondo del pasillo, es como si hablara desde la mujer que cruza el cuadro de la sala, esa voz, esa voz de mármol que inyecta gas metano en mis pulmones... retiro mis ojos, los tapo con la almohada, no se ha ido, sé que me quitaré la almohada de la cara y la voz no se habrá ido, permanecerá erguida como una estatua de víboras. La luz, nunca la luz ha tardado tanto.

Él: La primera vez que llegamos a Praga lo hicimos por tren desde Pilsen. Los porqués y los cómos no nos cupieron nunca en el equipaje, pero aquel día, mientras ella, como siempre que viajaba en tren, sacaba peligrosamente la cabeza por la ventanilla, la abracé por la cintura desde atrás y le pregunté al oído: “¿Por qué?”. Ella, como siempre que le preguntaba saltándome el protocolo, se giró y me besó pronunciando un ¿cómo? Entonces pasaron mil segundos o quizá sólo pasó un cuarto de siglo y anduvimos perdidos por primera vez hasta encontrar el río y las escalerillas de la Mala Strana. En Praga el tiempo no se cuenta, se siente en los recodos del frío y en algunas mañanas que parecen perdidas de la noche que las destapó, los carruajes viajan sin cochero y los gatos negros siempre saludan al pasar con sus ojos tristes amarillos de haber visto a muchos pasar. Hicimos que nevara para que ella viera también esa primera vez de caer lo blanco y se río e incluso palmoteó como una extraña poseída cuando descubrió que los copos eran coleópteros vestidos en sus fracs de valses y lámparas anunciando la felicidad. Pero la felicidad nunca viajó en tren, sólo es un anuncio de pastas de dientes y cafés con leche para quien nunca tuvo un copo de nieve riéndose en su mano. Cuando llegamos al hotel ella se abrazó fuerte a mí y me preguntó: “¿Por qué?”

martes, 18 de enero de 2011

Árboles y piedras

Para Alejandra, irremediablemente tarde.

Ella: La locura es una piedra irregular de color desconocido, emite sonidos inclasificables al impactar contra la superficie rugosa de la mente. A veces -y esto lo sé cuando se apagan las voces- la piedra se enquista en una grieta más larga que las líneas de mi mano. En esos intervalos de tiempo, mientras la piedra duerme, inmovilizada entre ranuras, el tiempo lo dice todo y lo dice bien... acomoda cada cosa según su forma y función, milimétricamente, sin errores de naturaleza oscura que expongan o develen el desequilibrio. En esos lapsos hay, para mí, un hueco reservado en el mundo, un remanso de tierra líquida en el que mi cuerpo cabe con su mundo de árboles y raíces; una transfusión de luz que puede verse desde el cielo. Pero el tiempo es un gas y se escapa por los huecos de los bolsillos: la piedra muerde, araña las paredes hasta quedar libre y en su rebote describe el lado inverso del mundo, el lado opuesto de la voz insondable, sacrílega y etérea que convierte a los espejos en charcos de metal que conducen a madrigueras cósmicas...

Él: Vio las cintas del su pelo alisadas en el aire por el viento de la carrera. Vio los árboles pasando sin sombra delante de sus ojos, sintió la velocidad en las aletillas de la nariz y apretó fuerte los labios para que ninguna imagen se le fuera de la cabeza. El bosque era una sucesión de tiempos que duraban aunque ella cerrara los ojos y dibujara a su antojo las vías que el tren tenía que recorrer. La velocidad entonces se quedaba quieta como si fuera un anhelo con miedo a quitarse el velo y ver que más allá del sueño sólo hay legañas en las memorias, viejos cuentos deshilachados que ya no sirven para caminar, zapatillas arruinadas de tanto leer entre las líneas de las baldosas una historia que nunca llega más arriba del dedo gordo de cualquier pie. El aire tiraba de sus cintas de colores puestas a volar justo en la dirección contraria a donde ella quería llegar. Era un aire con espuma, con orilla doble de canesú o con olor a panquemado recién horneado en alguna mañana de su infancia. Se sintió niña y burbuja y otra vez niña leyendo mientras pisaba una zapatilla con la otra, con la indolencia del que vive en el cuento, del que recorre calles sin pasos, vidas sin descansillos, aventuras dibujadas a carboncillo en una hoja de papel.

lunes, 17 de enero de 2011

Transmigración


Ella: Si fuera tan sencillo como aplicarle un punto de fuerza al lápiz en reposo para que camine, y dibuje en su trayecto el poema que se ha hecho piedra en mi garganta, no me vería forzada a dilatar o encoger las palabras para que se ajusten al contorno de tu boca. Puedo decir una cosa o dos: el poema es una gota de saliva que emite una vibración imperceptible al estrellarse contra el vidrio. Un listón de viento lo deshidrata y sus esporas se agitan en el aire. Avanzan, atravesadas por la luz, hacia la mano abierta del horizonte. Surcan las líneas del mapa invisible, se convierten en vino, caleidoscopio, ladrilo, masa de pan, el sonido de las llaves que giran para abrir la puerta de tu casa, de tu pecho, de tus ojos. Después se reagrupan, absorben el agua de atmósfera, y se convierten en el hilo que traza una línea recta desde tu boca hasta la almohada.

Él: Violeta tiene una manera un poco diferente de soñar. Ella sueña siempre en colores y en tres dimensiones. Sus sueños transcurren del final al principio y van recogiendo todas las gotas de ámbar que la gente va perdiendo mientras camina. Ella siempre me dice que es una bruja y yo hace tiempo que sé que es verdad. Un día me describió el mundo tal y como yo lo veía cuando caminaba descalzo de esas ideas que te impiden ver, otro día me describió el mundo que yo quería ver, y el siguiente día me contó mi propia historia con tres besos y una risa. En ese mismo momento me di cuenta de que Violeta se había convertido en mi brisa y en todo lo que yo quería respirar. Hay ocasiones en las  que Violeta se queda muy callada en su mecedora de pensar, su ceño aparece fruncido y a punto de acordarse del coño de mi madre, seguramente está viajando por alguna idea en la que yo no sabría pensar, pero en la que no dudaría en subirme como si fuera uno de sus globos de helio que te llevan a los mundos en los que siempre has querido soñar. Violeta es como de humo azul y de helado de papaya, si es que eso existe, que seguro que sí. Violeta es un revés, un mundo en el que se puede saber a cada momento que los momentos no se pueden medir. Hoy el cielo de Violeta es azul y naranja, como le gusta a ella. Los gatos se le cruzan entre los pies, ayudándola a no andar en línea recta. Violeta anda o sueña o canta o ríe. Violeta es ese mundo en el que yo siempre he querido estar.

domingo, 16 de enero de 2011

Somos

Ella: Percibo el gesto suave de tus manos. Cada roce emite en mi interior un sonido, una palabra que ha dormido en las trenzas de un eón indisoluto. He podido saborear tu nombre, dibujarlo en un lienzo de agua que se agita en mi pecho. Soy, entonces, una aguja de viento que busca morir en tu boca, un vitral de luces que se nutre de los árboles. Soy, entre tus genes, una sílaba que estalla, como una burbuja de vidrio entre los dientes de la tarde. En el trayecto cósmico a los confines de tu ombligo, hundo mis manos, mi boca y todos los minutos de aire que me caben en los dedos. Este ascenso invertido me anula, desintegra el mundo bajo mis pies y, con lianas de fuego púrpura, me descuelga hasta rozar las nubes de un cielo propio que se derrite entre mis piernas ante el gesto suave de tus manos.

Él: Todos se pusieron en la misma fila para esperar el siguiente paso. Las filas eran interminables, inabarcables. Todos los números primos del universo puestos en fila esperando que llegara su turno de dividirse por sí mismos o por la unidad, pero esperar que la unidad dividiese a esas alturas un número más era para echarse a reír, hacía rato ya que se había ido a guarecerse del maldito sol en la cantina y ahora mismo se estaba refrescando el caletre con agua de bolitas. Dividirse no es una cosa fácil, hace falta tranquilidad y decisión al mismo tiempo, pero si hablamos de números primos dividirse es la cosa más difícil, antipática y dolorosa del mundo. Cuando un número primo llega a la zona de división, tiene que quitarse el sombrero y ahuecarse el fondillo de los pantalones para que ningún tipo de roce le provoque cualquier irritación que acabaría con su divisibilidad. Tras ponerse en posición, debe comenzar a recitar la tabla de multiplicar de los números primos con la atención suficiente para que ni una sola de las comas le baile. Hecho esto, y sin ninguna demora por su parte, debe saltar sobre sus dos cifras, o sobre una si sólo tiene una, todo lo alto que pueda, de forma vertical y elegante, y, esto es imprescindible, sin perder de vista el horizonte. Una vez celebrado el ritual, un pequeño uno aparecerá asustado por el camal de una de las perneras de su pantalón. Entonces es cuando el número primo por fin sonríe y hace un gesto que bien puede ser de oculta satisfacción.

sábado, 15 de enero de 2011

Adagio


Ella: El filo de la noche me hace una cortada de papel en el dedo. Mido, con exactitud, el gesto que se dibuja en tu rostro de ojos cerrados. Atraviesas, palmo a palmo, la densa materia de los sueños hasta que la tierra es un planeta olvidado que gira sobre su propio eje. Camino sobre tu espalda con los dedos y te mueves un milímetro hacia la derecha. En ese espacio solíamos caber cuando el mundo no existía y éramos, apenas, dos partículas flotando hacia la nada.

Él: Dicen que los guacamayos azules no se pueden enfrentar a un espejo porque empiezan a imitarse y se desesperan de verse ir al lado derecho cuando se han movido hacia el izquierdo. También me dijeron, esto ya confidencialmente, que una vez un guacamayo azul se volvió rojo al mirarse de reojo. Desde aquel momento todos los espejos fueron rotos y sus pedazos formaron nuevas cartografías de los nuevos mundos de cada nuevo reflejo. Al poco tiempo ya todos los guacamayos eran rojos. La asamblea de guacamayos rojos (antes azules) se reunió a efectos de solucionar el problema y no parecía encontrar ningún arreglo para el desaguisado hasta que uno de los guacamayos de la última fila tosió tímidamente para hacerse oír en la estridente batahola. Dijo: “Hay una música que compone los cristales rotos como si fueran puzzles”. Todos parlotearon, rieron y hasta algunos se limpiaron disimuladamente los mocos con el plumaje. La conclusión fue que había que intentarlo todo y entre todo estaba la música. A los tres días llego una estrafalaria muchacha con una camiseta azul en la que había escritas unas palabras griegas. De su vieja mochila llena de mariposas sacó un violín de color lila y con voz respetuosa pidió a todos los guacamayos que se subieran al mismo árbol porque podrían correr peligro de herirse con los fragmentos de vidrio buscándose por el aire. Cuando todos estuvieron en su sitio y en completo silencio, una melodía que parecía salir de las entrañas de la tierra salió de las entrañas del violín, de las entrañas de la muchacha, hasta hacer vibrar los árboles y las plumas de las aves. Muy lentamente, como si el único movimiento posible fuera el movimiento del adagio, cientos y miles de minúsculos pedazos de vidrio se desplazaron flotando por el aire, cada uno formaba otro, y este otro, y todos de pronto fueron otra vez espejo que reflejaba a todos los guacamayos rojos en el árbol para que el sonido se reflejara también en ellos y de nuevo fueran azules. El adagio terminó y un griterío entusiasmado invadió el bosque. La muchacha guardó su violín en la mochila, sonrió como cansada y se perdió por el bosque. Al poco tiempo los guacamayos estaban desesperados, mirándose ir al lado contrario en el espejo.

viernes, 14 de enero de 2011

Ángulos

Ella: Hoy, de regreso a casa, me detuve a comprar un café que, como todas las tardes, ayuda a limpiar los escombros que delatan mi trayecto desde el consultorio. La plaza seguía allí, cobijando a los mendigos, pero la tarde tenía las mejillas grises y un telón inasible enrarecía el aire. Vi muchas cosas; el tránsito de hormigas, el cuidado con que todos cuidaban sus máscaras, la suave indiscreción del hombre que roza la mano de la mesera... miraba todo y, la extrañeza que me producía habitar un cuerpo, me ayudaba a comprender el mundo desde un ángulo imposible, lejos de cualquier fantasma. Vi a un perro. Cojeaba, la pata delantera parecía un martillo por la inflamación de un golpe. Me vi reflejada en su dificultad para andar, un penoso arrastrarse por el asfalto que producía inestabilidad entre mis costillas; pero él, a diferencia de mí, era capaz de menearle la cola a los transeúntes y seguir caminando.

Él: Aquel día los cielos rasos aprendieron a volar y se encendieron en espirales naranjas que subían hacia algún infinito imposible, más alto que ellos. El humo se agarraba a los tejados para poder respirar y cientos de miles de volutas de papel flotaban dejándose llevar por un viento sin nombre ni aire ni dirección postal. Cada pedacito de papel llevaba escrito un fragmento de ella, apenas una sílaba, apenas un recuerdo que ya no servía ni para bien, ni para mal. Los dos contemplábamos aquel maravilloso espectáculo en que los cielos rasos quedaban por fin rasos, sin cuentas ni reojos, sin olvidos ni menciones, y podían al fin volar hacia nuevos días sin oscuridad ni temblores ni miedos. Su risa callada valía por todos los silencios sin risa que habían estado agazapados tanto tiempo, sus ojos flotando en almíbar también. Ella se introdujo en la casa y salió al momento con su violín en las manos, la música era la lluvia que necesitaba el día para apagar los fuegos, los papelitos ofrendados al dios de las cosas que se van para siempre. No sé qué melodía de bruja era esa, pero el sortilegio pintó el cielo de azul nube.

jueves, 13 de enero de 2011

Encuentros

Ella: Hay un espacio largo, anchísimo, entre las bocas. Cabe, en ese vacío, un sistema solar. Cuando logran atravesar el camino accidentado hacia la unión, suele ser tarde; ni una gota de saliva queda en el desierto de la lengua. Prefiero por eso anular los amagues, los retrocesos que trae consigo el movimiento pendular de la vida. Digo, profiero, demuestro, escribo; trato de inmortalizar el aluvión que nutre los ríos de mi pecho. Te miro, agradezco en silencio el eco que rebota entre tu piel y la mía. Abro las manos, algo dentro, muy dentro, rompe el dique. Nos limpia el agua, arrastra las sombras como piedras gigantes que le devuelven al río un fondo llano. Fluímos, no hay un poro de distancia entre las bocas, teñimos el cielo del cuarto con un color que inventamos al tocarnos.

Él: Cuando entré en aquel fotomatón para mi siguiente foto tamaño carnet no se me pudo ocurrir que pocos momentos después mi reflejo en la pantalla me hablaría así: “Aunque intento seguir viviendo, hace tiempo ya que no existo. Cada día doy los mismos pasos entre mi cama y mi cama, pero sólo me llega de todos mis años un olor de alguna infancia”. Cuando salieron las cuatro fotografías por la ranura mi cara no se me parecía en nada, tenía una burlona tristeza que me señalaba. Caminé entre los chuzos de punta con las fotografías extendidas en mi mano abierta. Hasta que el agua las borró y mi alma pudo respirar de nuevo, olvidar esa instantánea de realidad. Pasaron días, incluso meses, y no volvía a recordar el suceso, pero una tarde que también llovía, mientras estaba guarecido en un portal, entró en él una mujer completamente empapada y me pidió fuego. Llevaba el pelo enguedejado sobre la frente y una sonrisa colgada del alma que alumbró mi mirada. Al poco compartíamos el humo y ella me hablaba de que buscar no es descubrir, de que sólo se descubre lo que se encuentra y yo asentí mientras volvía a mí aquel olor de mi infancia.

miércoles, 12 de enero de 2011

Luzazul

Ella: Me habita un poema que muere cuando la tarde se desplaza hacia la nada, y pone a flotar piedras de luz en el cielo. A veces, cuando la fiebre se instala en la médula de mis huesos, puedo sentir que se desplaza en mi interior, choca torpemente y transfigura los contornos, el sonido que produce al deambular parece una sinfonía de golpes secos que transforma el color de mi alma. Es un poema corto, cortísimo, que te nombra; que desteje al mundo para trenzarlo de nuevo en las tardes lluviosas. En ocasiones se convierte en un grito que perfora las nubes; un grito que no sé, ni sabré anotar nunca.

Él: Un barco de papel empujado por el viento de su mirada tarda exactamente cuatro minutos y medio en convertirse en un bergantín dejándose abrazar por olas almacenadas durante años en sus pulmones. Son olas azules con crestas de espuma alegre, dispuestas a empujar suavemente cualquier barco hasta la orilla donde las piedras se convierten en pasos alfombrados por arenas de mil colores de confeti. Sus pulmones son la bóveda celeste abierta de par en par para que les quepan los mil chorros de tinta de calamar con los que dispara a cualquier viajante despistado. Cuando el viajante es acertado por uno de sus certeros disparos, al momento queda boquiabierto y sin sombrero, pensando que sin duda el día se ha brincado el calendario o que cualquier bocina de taxi podría servirle de orquesta donde interpretar el adagio que encadenara aquella mirada a toda su vida, a cada uno de los que los mortales llaman días. De pronto los cuatro minutos y medio han pasado y quedan sólo treinta segundos. Una música de violín viene desde su boca y ríe, Violeta ríe y coloca sobre sus labios el barquito de papel para que yo navegue.

martes, 11 de enero de 2011

Tres


Él: Siempre escribía a dos columnas, en una ponía lo bueno y en la otra lo malo. Era una vieja fórmula pitagórica, como también lo era pensar siempre con el número tres. El día que me lo contó dejé caer atónito el cigarrillo de mis labios y os juro que no he vuelto a fumar. Estábamos sentados en nuestra terraza de siempre y saco una hoja de papel blanca e infinita, me miró gravemente a los ojos y trazó una raya también infinita, pero negra, con su lápiz de carpintera. Luego su risa me arrastró hasta el tendido del siete de sus ojos de caramelo y me instruyó con la pedagogía que los acentos marcaban en su voz. En la columna de la derecha iba a escribir tres palabras, preciosas, y en la de la izquierda otras tres, horribles. De las combinaciones de los opuestos saldrían otras tres palabras nuevas, nunca dichas por nadie, a las que yo tendría que ponerles significado. De esas tres palabras ella inventaría otras tres, sus opuestos, de las que saldrían otras tres, nunca dichas por nadie, a las que yo tendría que ponerle significado, de esas tres palabras ella inventaría otras tres, sus opuestos, de las que saldrían otras tres, nunca dichas por nadie. Desde aquel día las palabras nuevas se nos amontonan por los rincones, su hoja infinita se está volviendo finita y yo subo los escalones de tres en tres, para no perderme ni una sola de sus tres sonrisas.

Ella: Algunas ideas me obsesionan, me atraviesan como una aguja fría que estremece los pulmones. La idea de la muerte es una de ellas. Ha sido una fortuna y una pena hacerme consciente demi fragilidad, de mi existencia que es apenas un vapor de óleo en la historia de la tierra. Pienso, en ocasiones, que me gustaría convertirme en un trazo largo, definido, que atraviese ese lienzo de punta a punta. Pero el anonimato calza cómodo, como un vestido viejo. Cada vez que pienso en la idea de la muerte, construyo a su alrededor, como un sistema solar, otras ideas que buscan anular a la primera, sin saber que sólo he ido hilvanando un puente indestructible que ella, sin duda, usará para venir a buscarme cuando sea el momento. A la muerte hay que enfrentarla bien vestido, con planificación, sin más que el miedo suficiente. Hay que dejar la puerta abierta para que no sienta curiosidad por entrar demasiado pronto, pues, las puertas cerradas suponen una búsqueda, un obstáculo que mitifica el interior de una vivienda; y el mito es irresistible, incluso para la muerte.

Nota: tomado de un diario que aún no escribo.

lunes, 10 de enero de 2011

Anecdotario


Ella: En mi anecdotario te eriges como una piedra de luna que flota en una plaza histórica. El viento despeina las hojas y un aroma se me ata a la nariz, parece una lengua en estado gaseoso que me produce una cosquilla interna; es el presagio de tus manos lo que despide el olor a niebla dulce que, como un péndulo, me hipnotiza. He querido organizar el anecdotario cronológicamente, pero las fechas se desdibujan apenas logro vislumbrarlas; como si quisieran demostrar que el pasado y el futuro son rostros difusos del presente. También he querido contar sus páginas. Todo intento es una línea recta hacia el asombro. No  hay forma de contarlas porque se multiplican al ser leídas, cada página nueva es la historia de un ángulo distinto que percibe nuestra historia desde otro plano. Crecen lianas, en las manos me crecen lianas y árboles de coral cuando te bosquejan las palabras, puedo mirarte, detrás de una cortina cósmica, escribiendo el anecdotario de lo que soñamos.


Él:  De vez en cuando ella se sentaba en su mecedora de pensar. Se quedaba allí durante horas mirando pasar las nubes o los soldaditos de plomo de su imaginación o los ositos de puromoro rojos y amarillos. Él en esas ocasiones apoyaba la barbilla sobre su mano derecha y se convertía en nube o en soldadito o en oso que no sabe qué pensar, sólo dejarse sentir esa quietud de tiempo que acompaña, que no se va ni llega. Ella componía un puzzle gigante con sus pensamientos, que se mecían al ritmo de la mecedora; se dibujaban en la pared aquellos juguetes o aquellas pipas de madera o las llaves que de pequeña sustraía de los bolsillos de su padre para llevarlos a su cuarto, al rincón de las cosas preciosas. Él le compraba lápices de colores para que le dibujara sus sueños, ella le pintaba los azules de purpurina y a los blancos les ponía corbata y frac para que parecieran pingüinos. Los domingos salían a pasear juntos y ella le acariciaba distraída la nuca, como si sus dedos quisieran pasear también al mismo ritmo de sus pensamientos.

domingo, 9 de enero de 2011

Letras Impares




Ella: Al fondo el basilisco dormido, generando un vapor cósmico que teñía de verde sus pupilas. No sabría decir si yo miraba la foto, o si la foto me miraba a mí. De tarde en tarde abría el cajón de madera y el viejo papel, ante mis ojos, cobraba vida. Podría, debería, resaltar muchas cosas, pero sólo hablaré de la sonrisa que, un milímetro más allá, un milímetro más acá, se dilataba o contraía según las preguntas de respuesta cerrada que formulaba para comunicarnos. Cada vez que llovía, la sonrisa se anidaba en la mano blanca que, como un semicírculo de piel, se cerraba sobre el costado derecho del rostro. Era una mano larga, intuitiva, que a menudo giraba el meñique para señalar una nube o un gorrión, todo dependía de la ventana y lo que hubiera detrás de ella. Imposible olvidar el día accidentado en que, llorando, quise buscar la foto, y la encontré vacía;  habían desaparecido los ojos que a rastras se llevaron a la sonrisa y a la mano, sólo quedaba el fondo de la foto con un mensaje, escrito con tinta de nube. No dormí en siglos. Un día, al despertar, miré hacia el cajón de madera, lo vi sentado; me miraba dormir con la sonrisa anidada en la mano blanca que, como un semicírculo de piel, se cerraba sobre el costado derecho de mi rostro.


Él: Aquel planeta transparente se dibujaba de colores imposibles de describir. Eran vaivenes de azules y lilas, rojos amoratados por algún beso y blancos encendidos de blanco hasta las entrañas. Era un lugar espacial en el sentido menos cartográfico de la palabra. Era vacío y lleno a la vez, asombrosamente suave y rugoso; con esa rugosidad que dan las caricias placenteras. La mayoría de las veces para verlo había que cerrar fuerte los ojos, y entonces todo aparecía diáfano y como con eco de su voz. Aquel planeta no tenía nombre, ni siquiera órbita, ni amaneceres, ni buscadores de oro en sus riachuelos. Era un no lugar, uno de esos sitios donde no hace falta estar para sentir la melancolía de ya no estar. Violeta me había dicho que todas las letras son impares, que les gusta apoyarse a beber en barras y noches porque es la única forma de no sentirse extrañas entre ellas. Yo la volví a mirar a través  y todas las mariposas volaron alrededor mientras ella me contaba otra vez aquella historia del ornitorrinco.

sábado, 8 de enero de 2011

Sequoia


Él: Aquella palabra había pasado por las noventa generaciones de aquel poblado. Sus tres sílabas se pronunciaban por un solo hombre cada generación, el guiol más viejo era el único dueño de la voz de aquella palabra, o quizá era al revés, la palabra era su ama imperturbable, acostumbrada a rasgar su aire como si dejara tres agujeros en sus pulmones cada vez que era pronunciada. Nunca nadie había podido transmitir su significado, ni siquiera el porqué de tener que pronunciarla cada tres años mientras todo el poblado se reunía alrededor de la vieja sequoia que hundía sus raíces mucho más allá de la tierra y del mar en el que flotaba cualquier ser que se creyera vivo. En aquella ocasión nada fue diferente de como había sido en aquellos cientos de años. El guiol se acercó al árbol con nombre de mujer y acarició su piel escamada para que el silencio no se introdujera por su savia, todos estuvieron congelados mientras el cielo daba tres vueltas al día. Cuando pronunció las tres silabas tu nombre resbaló por mi mejilla.


Ella: Su voz emitía notas tubulares. Cuando la vimos, hecha un ovillo en las raíces de un árbol, pensamos que se trataba de una alucinación producida por la absenta. Pero no, la niña que corta los hilos es real. Tiene la piel de papel cebolla, debajo las venas parecen autopistas azules que se ramifican y repiten, fractales vivos, trasladando sangre de un lado a otro bajo la piel de papel cebolla. No quisimos despertarla, así, hablando dormida, parecía un sortilegio, una habitante de aguas profundas que se había extraviado en la tierra. Mientras buscábamos la cámara, una moneda se escapó de mi bolsillo -con esa facilidad que tienen las monedas para saltar- y fué a caer justamente en la frente de la niña, dejando una larva de sangre impresa. Alex logró fotografiarla antes de emprender la carrera que nos salvó los tímpanos. Estaba fúrica. La niña abrió la boca y de un aullido espantó a cada pájaro con su alma. Cada vez que se me cae una moneda del bolsillo, recuerdo el sonido tubular de su voz que perforaba el aire y, si se quiere, el lugar poblado de árboles en el que Alex y yo solemos acodarnos para soñar.

viernes, 7 de enero de 2011

Inventario


Ella: Llevo un cuidadoso inventario de tus lunares, en una lista invisible adherida al cielo de mis pulmones. Por las noches se encienden, como luciérnagas plateadas, y en la negrura se convierten en caleidoscopio inmóvil, una cartografía de luces que dirige el trayecto de mis dedos. Llevo también la cuenta exacta de oscilaciones boreales que nos mecen, hasta alcanzar el útero marino de un sueño. Es fácil perder la noción del tiempo, dejarse atravesar por estalactitas de agua hasta cubrirse de corales. Llevo también una resonancia magnética de Praga en el bolsillo, nos dibujo en las calles con marcador y saliva, levanto sus piedras y dejo un escarabajo en cada hoyo, así sabrás, cada vez que te tropieces con uno, de la cantidad de listas y enumeraciones que me guardo en los bolsillos, en las grietas de las manos y, sobre todo, en el pincel inasible que a cada rato ensaya tu rostro en el vacío.

Él: Andar por las calles enroscadas como serpientes me ahuyenta el miedo de que aquellas claridades me traguen otra vez para siempre. El tiempo retuerce sus saetas en mi muñeca como si fueran tus uñas agarrándome la vida para cuidarla, para llevarla de tu mano y que no se vuelva a perder entre dos farolas tuertas. Praga es un sitio mágico, tú lo sabes, donde las calles se bailan según las piensas, donde en un momento llegas frente a la Nueva Vieja Sinagoga y de pronto te engulle la Sinagoga Española. Todo son calles que hemos andando tantas veces que juego a no pisar tus pisadas para que tu huella siga conmigo.  Llegamos, nuestras pisadas llegaron ya, junto a un espejo y yo me miro para verte los ojos mirándome y me sumerjo en sus aguas para dejarme guiar también por tu luz de anémona enamorada. Me abrazas fuerte del alma para que no me ahogue y llenas el agua de lunares, pareces una anémona vestida de boda y me llevas hasta una cueva llena de bisontes pintados en las paredes, bajamos y bajamos mientras en Praga acabamos de despertarnos.

jueves, 6 de enero de 2011

Espumas

Ella: Las imágenes se condensan en un punto de espuma atravesado por la luz. Corríamos; la niebla nos imponía una visión borrosa del bosque. De sus bolsillos un choque entre monedas que delataba el trayecto, y en mi pecho un músculo a punto de rasgarse se adhería al pulso invisible de la noche, a la luna que al descolgarse entre los árboles dibujaba figuras largas y quejumbrosas. No sé en qué momento le perdí de vista, sólo supe que al abrir los ojos no estaban ni él ni el rastro de las monedas chocando en sus bolsillos. Morí de congestión emocional al verme sola; una sombra más aumentando la negrura del bosque. En medio de la agitación sentí una mano abovedarse en mi hombro; desperté al sentir el pulso tibio de su piel. Las imágenes se condensaron en un punto de espuma atravesado por la luz, a veces el sueño se repite; a veces, contra toda lógica, me pregunto si el verdadero sueño no es despertarme al ritmo de su piel tibia.

Él: Las burbujas salían como buñuelos de humo desde la pipa de espuma de mar. Debajo de la pipa había un montón de surcos en la cara del viejo marinero. El día iba lento alrededor de las volutas y el viejo lobo sostenía su sonrisa y su pipa en un difícil equilibrio de días y días varado en el mismo día aquel cuando una burbuja se le cayó al mar y él se tiró detrás de ella, quizá sin pensar que las burbujas se rompen al caer al mar. Pero esta no se rompió, siguió burbujeando debajo del agua como si fuera una anémona, descendiendo con elegancia como si todas las luces opacas fueran para ella. Era un mar de mentiras donde los árboles respiraban y dejaban sus ramas flotar, donde los peces llevaban barba y leían a Cortázar entre carcajada y carcajada de sus bráqueas. De pronto la burbuja se convirtió en bruja y se giró para guiñarle el ojo al pez marinero que navegaba a todo el vapor de su pipa. Un conejo empezó a correr por el fondo arenoso despertando a los corales de sus armaduras. Era un conejo negro y seboso que a cada paso se hacía más negro y más seboso. Detrás del conejo corría un váquiro que más bien parecía un hombre lobo y la bruja intentó cargar al conejo pero este ya estaba tan gordo y pesado que ocupaba todo el sueño. El marinero abrió los ojos asustado y siguió viendo como los círculos de humo se convertían en burbujas que se hacían brujas y le guiñaban el ojo.

miércoles, 5 de enero de 2011

Valle a través

Ella: Las vías no lograban dividir al paisaje en dos. No se cómo pude obtener una vista aérea de los valles porque estaba dentro del tren. Un largo insomnio me impedía encontrar una postura cómoda, algo se agitaba en mi interior. Estaba cada vez más cerca de Praga y los faroles se encendían en mi memoria ante la idea de un roce. Pasaron siglos hasta la estación. Me bajé algo confusa, desubicada, buscaba con desesperación el rostro tan largamente soñado en las noches febriles. No estaba, de momento, no estaba; así que decidí tomarme un café que me incendió los labios entre un sorbo y otro, lo supe por el hormigueo en la boca, porque el frío entumecía la piel y era imposible distinguir el calor ante la presencia polar del viento que tejía hebras de nieve, desde la punta de los dedos a la cabeza. Estaba cansada, a punto de quedarme dormida estando de pie. La resurrección llegó junto al ancho abrazo y el deslizamiento de sus manos bajo la chaqueta. Dos pedazos de alma, algunas vez divididos por las vías del tren, volvían a encontrarse. Entre él y yo no cabía el asombro, aún así entre su boca y la mía la luz se encendía como las velas de un farol milenario.

Él: A través, todo era a través en aquel país del demonio. Las avenidas se cruzaban del través, los días venían atravesados por las noches, las ideas volaban a través del suelo, como si fueran hojas recién caídas de cualquier sueño. Un niño pasó al través y me saludó con su mano del revés, los dos reímos porque sabíamos que en aquel país estaba terminantemente prohibido saludar del revés. Las horas venían ataviadas con su celofán transparente, algunas se ceñían hasta lo imposible sus impermeables naranjas, o rosas, o completamente negros. Eran las horas importantes, las de la comida del domingo o las de la primera comunión, que siempre solían coincidir con el último pensamiento honesto. La vida transcurría del través en aquel jardín vallado, las cosas llegaban y se iban como pidiendo perdón, los nombres se ponían con suma gravedad y los letreros oficiales se rozaban con el vicio del aburrimiento en las jorobas de los servidores públicos. De pronto una bruja pasó volando y todo se puso del derecho, las vallas se cayeron y las risas se desparramaron por el aire llenando todo el cielo de mariposas.

martes, 4 de enero de 2011

La habitación


Ella: Fuí conmigo a enterrar el pasado en una extraña y desmejorada habitación. Era perfecta para nuestros propósitos: las paredes gruesas no dejaban poro alguno por el que pudiera escapar el sonido. También era enorme, recuerdo que ni yo, ni yo, nos atrevimos a recorrer la oscuridad insondable que se adhería a las paredes como una densa capa de petróleo; el aire llevaba mil años estancado, por eso olía como huelen los objetos cuando se mueren, cuando no quedan más que fósiles que de alguna forma nos habitan como una exhalación. Pesaba mucho, apenas podíamos sostenerlo. Al abrir la  puerta estalló un sonido visceral, así que con toda prisa arrojamos al animal dentro, que en ese momento despertó y profirió alaridos punzantes que agrietaron las paredes. Yo corrí asustada, a la superficie, me encerré en un círculo del que aún, veinte siglos después, no he querido salir. Nunca más la vi, se quedó cuidando la puerta de la habitación. En las noches, cuando el animal se escapa y ella lo devuelve a su sitio, puedo escucharla llorar, y no sé cual sonido es más insoportable: si el gesto de sus lágrimas al caer, o los gritos del animal estremeciendo los círculos que me protegen.

Él: “Tonto el que lo lea”, leí a lo lejos. Estaba escrito en grandísimas letras blancas sobre una valla interminable que separaba la ciudad del río. De trecho en trecho un tablón suelto basculaba para dejar pasar cabezas de niño completamente peladas, blancas como bolas de billar, hubiera dicho cualquier escritor de buenas ventas, pero mi escritor quiere que yo diga que esas cabezas eran negras como la boca de un lobo. Estábamos quizá en abril y yo me estaba asomando a la ventana del cuarto oscuro donde había pasado encerrado todo el invierno, hibernando como un oso diría cualquier escritor perezoso. Desde la ventana veía el cielo y la valla y los niños y perros rezumando saliva por sus bocas entreabiertas. Pasó un hombre en bicicleta tocando una bocina y con mucha solemnidad se paró sobre un pedal y anunció severos castigos para quien pintara proclamas en los lugares públicos. Tonto el que lo lea, pensé mientras leía un libro de instrucciones para vivir que hacía ya tiempo llevaba conmigo. Brinqué el alfeizar de la ventana y comencé a caminar prado a través. Pasaron los años como una película de cine mudo, pero sólo fueron segundos. Salté también la valla y la proclama y me acerqué al río para ver de cerca los talones de las lavanderas. Estaban todos muy limpios. Cruce el río de piedra en piedra, en la otra orilla estabas tendiendo la ropa, de espaldas a mí. Parecías la escala de fa marcando tonos y semitonos. Me acerqué muy lentamente y te agarré muy suave por la cintura. Tu sonrisa se volvió y entonces comprendí que la oscuridad ya no existiría nunca más.

lunes, 3 de enero de 2011

Lunas de día

Él: Desde muy joven cada vez que oigo la palabra icosaedro pienso en un hombre que camina con un gran saco colgado del hombro. No lo puedo evitar. También me pasan cosas parecidas con otras palabras: dodecaedro es un dado gigante que camina a saltos por la acera, siempre enseñando en su espalda el as de corazones; coseno es un ser asustadizo que se arrastra al mismo tiempo que intenta esquivar los botes del dodecaedro. Parece un conejo triste, de esos que nunca han salido de ningún sombrero. La tangente siempre me pareció una señora demasiado segura de sí misma y el secante sería su marido, por supuesto: un hombre magro en carnes y con un ridículo bigotillo encaramado al labio superior. Pero ninguno de ellos me ha causado nunca tanto asombro como la hipotenusa, esa mujer siempre rodeada de gatos que lee las cartas, sentada en un taburete junto a cualquier esquina. La hipotenusa un día me tiró una carta a  los pies cuando pasaba junto a ella. Era el as de corazones. Se la acerqué amablemente y ella me inquirió, ¿Puedes ver la luna, amigo?, Pero si es de día, señora, le respondí completamente azorado. Si no puedes ver la luna de día, amigo, ¿cómo quieres alcanzarla de noche?, me respondió.                                                                    

Ella: Si giro a la derecha y extiendo la mano como un cobertor, es probable que mil hormigas me dibujen un guante negro y que, además, me cuenten la historia imperecedera de la luna que, ante los ojos de algunos incrédulos, se deja ver por las mañanas, con el vientre lleno de vapor. Esta historia la repito adhiriendo trozos de pupila verde, en voz baja, mientras él sueña que nos desplazamos hacia el norte de alguna ciudad indómita en la que estar desnudos sería, simplemente, una obligación. El caso es que él sueña y yo hablo, trenzo caracoles con las hebras de su cabello, emerjo de un mundo extraño en el que los perros necesitan dos colas para manifestar su euforia, él respira, el pecho hecho péndulo me siembra corales en el vientre. Nos encontramos, atamos nuestros dedos, por dentro y por fuera, y con atar los dedos me refiero a la forma de hacernos aire sobre las hojas.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                        

domingo, 2 de enero de 2011

Silencios de gato

Él: La muchacha entretejía la noche con sus dedos como si estuviera bordando un manto infinito de azules casi negros puestos a brillar en algún destiempo. Sus ojos eran como gatos agazapados en un sueño, acostumbrados a caminar por un alambre que dividía el mundo en dos partes. De una parte estaba la mañana, que es una palabra de esas que te llevan a caminar o a subir las persianas para que entre el sol de un cuajo. La mañana. De otra parte estaba un ciempiés que quizá andaba cojo y una luciérnaga con la pila gastada, también un sonajero de mil campanillas colgado de la entrada. La casa estaba en completo silencio de gato. Olía a espliego y a otras hierbas que se habían cocinado cada madrugada desde hacía cuatro mil años. De esa parte también estaba el sueño y la voz con legañas que me acariciaba cada noche al contarme una nueva historia. De pronto la tetera pitó y tú te levantaste de la cama, tus nalgas se hicieron mundo y a mí me costó decidir de qué parte quedarme.

Ella: Las calles de Praga sirven para un alunizaje, se abren como anémonas entre la gente, y los faroles iluminan algo más que rostros y piedras. Yo miro, mimetizada por completo en las grietas de los vidrios. La calle es el lado externo de mi pecho lleno de nubes, en ella convergen las avenidas y los trenes, las estampitas y las estatuillas, el paso acelerado del minutero que siempre sonríe aunque no espere a nadie. También, en un un callejón oscuro, se crían fantasmas de raza pura, negrísimos de ancha sombra, que se filtran por las ranuras hasta llegar al mar. Yo no sé porqué me gustan tanto las calles de Praga, puede ser el aroma que dejan sus manos cuando se deslizan sobre el vidrio de los faroles.

sábado, 1 de enero de 2011

Zapatos


Ella: No paraba de sacar cosas del zapato, sobre todo piedras. También lo vi desdoblar, con sumo cuidado, una fotografía en la que un señor cubano abrazaba a una mujer menuda de ojos tristes, que miraba el cielo como buscando una explicación, algo que justificara haber renunciado a su sensibilidad artística. Luego sacó de los zapatos una hoja vacía, triturada por los años y las manchas de café. En ella no había ni una sola letra; no eran necesarias, el microcosmos de manchas y arrugas que habitaban la hoja eran suficiente prueba de una vida larga, desencajada, pero una vida al fin, que ha sabido seguir el curso forjado con manos de pianista, relojero, o carterista del dueño de los zapatos. También salieron mariposas de aquellos zapatos, de formas y colores que ni en los sueños más siderales he llegado a imaginar. Empezaron a volar en círculos sobre mi cabeza y de cuando en cuando se posaban en mi hombro izquierdo, confundiéndolo con algún pistilo. El asombro se hizo pájaro en mi pecho cuando con un gesto dulce extrajo de los zapatos un latido, que al entrar en contacto con el aire, retrató en el anverso de mis párpados una suave constelación de lenguas trenzadas.

Él: Aquel  mar estaba lleno de estrellas que se cayeron del cielo y de pecios imposibles, aún habitados por sus fantasmales bucaneros. Todo retumbaba a palabras caminando un poco tristes con esa tristeza de caramelo caído que se le queda a un niño cuando se le escapa el globo disfrazado de nube. Los crujidos del mar se ahuecaban entre los sollozos de las sirenas castigadas a vivir atadas al mástil de Ulises. Cantaban canciones inventadas que recordaban sus costas lejanas, sus periplos sin luna, sus propias historias olvidadas de tanto cantar otras historias. Violeta se acercó a un caballito de mar y lo besó en la boca, yo me convertí en boca y todo se convirtió en ella. El mar estaba estrellado y la luna dormía hueca alguna borrachera. Todas las sirenas nos miraron pasar cabalgando entre palabras tristes.