martes, 19 de abril de 2011

La puerta

Él: No podría precisar qué día fue el que se dio cuenta de que nunca había sido feliz, tampoco las circunstancias del alumbramiento de su certeza. Tan sólo podía recordar que desde aquel momento, fuera como fuera, nunca más sintió la necesidad de serlo. Su infancia había sido tan normal y tan gris como la época en la que le tocó vivirla. Una infancia de sotanas y campanadas a muerto, de incensarios y amaneceres plegados en el día ido, mantas de felpa y café de borras, mocos y frío, mucho frío en aquellos inviernos de cartillas y raciones, de cuadernos Rubio y el movimiento demostrando la estanqueidad de cualquier idea que no fuera una culpa. Los soles vinieron como si fueran una escalera de color, su primera erección y su primera elección se pajearon atropelladas en un portal entre las manos temblorosas de su primera chica; poco tiempo pasó para que aquellas urnas se convirtieran en fosas y aquella rubia de camomila se preocupara de su primera carrera, en la media. Se pegaban carteles y se inundaba la razón de octavillas, el ciclostil dejó paso al tóner y las primeras arrugas dejaron de bosquejarse para quedarse. Nunca había sido feliz y había reído tanto, había asaltado el mundo a carcajadas que taparan cualquier girarse para ver atrás, para ver lo que cuando atrás quería ver delante. Tardó un poco más en darse cuenta de que el tiempo sólo es un reloj, que el pan sólo son migas, que querer y soñar no son sinónimos. Tardó todo el tiempo del tiempo en darse cuenta de que la diferencia entre todo y nada es nada. Un día las sotanas se colgaron como murciélagos de los alzacuellos, los santos meaban por las calles y señoras encarnadas vociferaban el fin del siglo entre sus orzas desparramadas. La revolución giraba como una peonza pisándose los tobillos y los guerrilleros pagaban sus autos a plazos. La vida estaba tomada. Pero el hombre de este cuento no sentía nostalgia, ni frío, ni paz ni tormento, tan sólo sonreía para adentro, como si tuviera un palillo en la boca, y se sentía bien de no sentirse mal.


Ella: Es urgente sacarse del estómago una cerilla que encenderemos luego contra el respaldo de la puerta, todas las puertas son lo bastante ásperas para encender una cerilla, todas, hasta las más pequeñas; como esa que encontré bajo el lavabo cuando fui al baño en la mañana. Sufro de estreñimiento, tengo que, a fuerza, tomar un café y en dirección al baño encender un cigarrillo para que el tracto intestinal se mueva. He querido comentar esto al médico, el calvo que vive en la avenida Piar, porque él siempre me desconvence, me descoloca las visiones hasta hacerlas caber en una caja que yo, con cierto dolor, hundo para siempre en la tierra buena de mi memoria selectiva. Digo que vi una puerta, pequeña, muy pequeña, bajo el lavabo; no estaba ahí la noche anterior, ni la noche antes de esa noche, no estaba cuando alquilé el apartamento, ni siquiera la vez que Ana se apareció con la botella de Absenta y unas pastillas, no existía. Es pequeña, ya lo dije, y también es vieja, muy vieja, parece el chiste de una puerta, es desproporcionada, angosta en la base, se ensancha cerca de los bordes superiores, como si la estuvieras mirando a través de una botella, así. Es verde, la puerta, y tiene una manija dorada, abajo la ranura, tan pequeña que, pienso yo, no debe existir llave para abrirla. Estoy sentado en el váter, olvidé encender el cigarrillo antes de sentarme, miro la puerta, todas las puertas son lo bastante ásperas para encender una cerilla. A la primera calada el intestino se detiene, me detengo yo, mi mente se detiene, vuelvo a mirar la puerta, esta vez, pantalones arriba -resignado ante la negativa del intestino-, me agacho, acerco el ojo derecho, hay pasos y sombras detrás de la ranura, pasos de hormiga, pasos de algo más pequeño que la puerta; me alejo asustado, de la puerta asustado como un niño o un idiota. De inmediato llamo a un albañil que tardó tres largas, larguísimas horas, en tapiar la puerta con cemento. Digo que fueron largas porque cada segundo se estiraba lo indecible cuando me daba la impresión de que los habitantes, al intuir que cancelaban su portal, abrían con asombro, indignados como es natural, de que un humano idiota violara su derecho a transitar libremente por el planeta azul. Pude respirar, por fin respirar cuando el cemento endureció por completo y tuve la seguridad de que los habitantes no podrían utilizar aquella puerta para trasladarse de un plano a otro. El problema es que ahora, cuando me olvido el encendedor, no tengo cómo fumarme el cigarrillo que desbloquea el estreñimiento, no tengo la áspera superficie de la puerta. 

viernes, 15 de abril de 2011

Piedra y farol y luna

Ella: Nadie sabría decir a ciencia cierta qué es un farolario; construirlo implica un estado de contemplación minucioso, implica dejar caer la mano abierta de los ojos sobre cada cosa pero, especialmente, sobre la realidad oculta que cada cosa alberga en el útero, como un dato escondido dentro de una piedra; puede ser cualquier piedra, un quarzo, un guijarro modelado por la ola de un siglo, aguamarina líquida del tiempo. Nadie sabría decirlo, no se trata de coleccionar faroles en un cuaderno, dibujarlos rápidamente, antes de la huida estática que emprenden cuando viajamos en el tranvía. Yo, personalmente, prefiero los faroles rotos, los que se han quedado con el foco tuerto, como si la noche hubiera engullido sus ojos; son más agudos, ciegos en la penosa obligación de alargar los sentidos restantes, un símbolo que al no iluminar los pasos del errante eterno, lo obliga a crear su propia luz.

Él: Nunca un clarinete había sonado a níscalo, ni un cienpies había recorrido la Amazonía, ni siquiera Salvador Roncesvalles se llamaba así. Era una cuestión de inexactitudes, sólo eso. Un día o más bien un año hacía muchísimos días, Salvador salió de casa con el sólo apoyo de un paraguas deshilachado, pero aunténticamente inglés, y una gorra del beisbol de la segunda liga. Hacía un calor de los mil demonios y un frío allá dentro que no se podía caldear con ningún roce ni caldera. El camino nunca le importó y cualquier paso le moría en el siguiente, pero no olvidó, eso nunca, aquellas viejas historias que de niño le contaba su abuelo. Los soles se fueron rodando y la luna siempre era la misma, allí colgada del perchero de su pensar en las sobrecenas cubiertas de estrellas y ningún tenedor. Una de esas noches se agolpó en la barra de un bar sumido en tequilas y pasados que no habían sido. Una sonrisa y una lengua y dos copas más y un alivio en un catre de pocos muelles ya. Quizá a él no le importaba la urgencia de la mujer más que la suya propia y de pronto notó que en su clavícula se formaba una especie de protuberancia entre cartílago y suave plumaje de ala blanca de ángel o tal vez de querubín, vayamos nosotros a saber las categorías o clases de los prodigios. El caso es que de aquella carne, de aquel catre, surgió un vuelo que al principio era raso y poco a poco de vista de pájaro, y más tarde el vuelo de un condor dibujando las líneas de la mano del mundo desde su cielo infinito. No sabemos a ciencia cierta más de este anecdotario, tan sólo creemos recordar que Salvador continuó volando y planeando y mirando los arroyos serpentearse entre los refajos de un entretejerse arbóreo. Una luna se hizo noche y le besó en párpados. Llovía a cántaros afuera de su impermeable y las ranas cantaban canciones de boda. Todo estaba oscuro menos aquella mancha blanca, como si fuera una mejilla dispuesta a ser besada. Tampoco nadie me dio cuenta de lo que digo, pero yo sé que si alguna vez la miro escribir, en su libreta las palabras se convierten en piedrecitas para llegar hasta ella.

sábado, 9 de abril de 2011

Sol de medianoche

Él: Su bisabuela, siendo Violeta una niña, le había contado que en Utsjoki, Finlandia, el sol no se ponía en seis meses. Por supuesto no la creyó, pensó que la viejecita estaba senil o que intentaba impresionarla con aquel imposible. Pocos años después en la clase de física le explicaron y a ella se le cayeron dos lágrimas en el primer movimiento de traslación entre la realidad y la ficción que acarició su pensamiento. Violeta creció entre bosques azules sumergidos en el mar y entre aquelarres rituales que envolvían la luna de motas de ahoras o de mañanas brumosas en las que de nuevo salía el sol. Finlandia es una tierra de lapones y renos y perros tirando de trineos sobre lagos helados para ir a destinos sin llegada ni salida. Como el sol de la medianoche. Un día Violeta coge sus bartulos, mete en su mochila tres remeras, unos jeans y dos mudas, da tres besos al aire y se dirige por la avenida con su sonrisa calada hasta el tuétano. Mira al sol apantallando sus manos sobre los ojos. Está muy alto, mucho más que el avión que la deja en Helsinki, mucho menos que su ilusión y el recuerdo de su tata. Llegar a Utsjoki es más complicado, cuatro días y cuatro noches de sol blanquecino, ampuloso sol desleído, borroso y palpitante sobre el traqueteo del trineo. Los perros aullan y se mueven inquietos viendo tumbarse la luna con el sol, la hoguera es un baile de brujas desde donde la bisabuela le habla de las noches pálidas, las estrellas son briznas en las que se reflejan aquellas dos lágrimas y unas cuantas más. Violeta exhala el humo de su cigarrilo como si dibujara la aurora bolear. En Utsjoki le dan una habitación en algo a lo que llaman hotel, la sopa de verduras y el aguardiente la traen a la vida. Dormir con sol no es fácil, pero por fin llega el sueño y vuelve a dibujar peces de colores en una habitación de Praga, camina por sus calles buscándome y al despertar el sol sigue medio dormido, esperando que alguien lo ponga a rodar. En la fotografía se ve un muelle de madera, apenas cuatro tablones asomándose a un lago helado, un farol ilumina más que el sol a una mujer que abrazada a un hombre observa el horizonte. En el reverso de la fotografía, apuntada a lápiz presuroso, 69º 54' 22.01" N. Cuando llega al mismo punto se sienta y mira como su bisabuela miraba aquel sol setenta años atrás. Violeta sonríe, se siente feliz.


Ella: Todo quieto, el apenas vapor de un adagio a punto de extinguirse, la sombra de un paso y otro paso que por un segundo abre la puerta de la nevera y desaparece los últimos dos dedos de vodka en la botella, a ritmo sostenido por el drenaje de la garganta; después todo quieto, como la sangre cuando se muere, sólo la noche inmóvil, la noche blanca trayendo una criatura a la vida desde el papel. En Utsjoki es fácil escribir porque hay silencio y claridad nocturna, un sol de leche que despeja a la noche de su tinta. Es fácil escribir en Utsjoki porque el tiempo se delecta, una  noche tarda 73 días en llegar y las nubes lo cubren todo, como esa sustancia que nos impide recordar el sueño que apenas cinco minutos atrás... El caso es que Violeta frota las manos con su aliento porque el frío perfora los tendones y necesita terminar la criatura, necesita enviarla a Praga con intrucciones más o menos precisas sobre cómo debe ser el traslado y el alojamiento de su amo. Al momento de cruzar el umbral hacia el día perenne de Utsjoki, el hombre debía deslizar la criatura bajo la puerta para que esta se abriera. Encontraría a Violeta incrustada en el escritorio, frontando sus manos, entumecida la nariz, la uña del meñique izquierdo, inmóvil ante un frío intolerable, pero suave, a punto de nacer en la boca de un lobo con ojos de hombre. 

jueves, 7 de abril de 2011

Orquidiario


Ella: Tomé otra ruta para regresar a casa, una calle menos transitada y, por ende, más pacífica. Las pocas veces que he pasado por ahí, me queda la sensación de que nadie vive en esas casas, a pesar del meticuloso cuidado porque mira qué bonitas las paredes y los jardines y esa vasija de cerámica que parece el residuo de un naufragio, puesta allí como un trofeo muy antiguo. Ya el sol no incide tan directo en la piel, no apuro la línea hacia la casa, no hace calor. Mientras avanzo dejo caer la mirada sobre los jardines, el verde es el color más importante del mundo, pienso, y sigo un pie y otro pie hasta que ojos contra una bandada de orquídeas que atravesaba inmóvil la terraza de una casa azul. Me detuve como si un infarto, porque las orquídeas y yo tenemos, cómo explicarlo, las orquídeas y yo, simplemente. Me acerqué a mirarlas, me importó poco la propiedad ajena -el que no quiere que le roben las flores que las esconda, pensé-, así que planté cada ojo con su zapato hasta que fantasma desde la puerta hacia las orquídeas, un fantasma con cara de señora que lame vinagre. Podría decir que me asusté, pero sería una afirmación imprecisa, yo me sentía en mi pleno derecho porque todas las orquídeas del mundo me pertenecen, algo tácito entre las orquídeas y yo. El fantasma me acusó de querer robar sus flores y qué iba a decirle si era cierto, si las quería todas en el bolsillo de mi casa, yo la acusé de ser un fantasma...

Será continuado

Él: Había un bosque de toallas blancas ondeando hacia el horizonte de más allá del este y un sendero de piedrecitas puestas en fila para señalar el camino desde las afuera a casa. Aquella noche la luna iluminaba el bosque y un cielo como meditabundo sonreía con estrellas adormecidas. Tú caminabas despacio, como dejándote querer en cada vaivén de tus caderas, y cantabas aquella vieja canción de janis joplin. Me preguntaste con tus ojos luceros si me iba a quedar hasta el alba y yo supe que sí. La canción se desgranaba como si no se supiera canción hasta después de cada nota, yo intentaba ordenar los pensamientos de cuatro en cuatro, pero ellos me salían de seis en seis. Te seguí andar como quien no anda a ningún sitio, rozando con tus labios alguna nube de esporas recién descendidas del mismo sitio donde los cielos, ronroneando como tu gato Abel rozando los arco iris de las gotas de rocío con tu aliento. Te seguí subir la colina y bajar lentamente hasta el arroyo, te seguí pensar quieta, muy quieta, cada una de las mil palabras con las que habías tejido tu niñez. Te seguí acariciar una caracola que soñaba el mar, una pipa que dibujaba el mar, un mar que delineaba el horizonte. Cuando llegaste cerca de tu morichal te sentaste a escuchar su rumor y te adentraste en la choza aquella en la que una noche viste la luz de un candil escribiendo en la oscuridad las señales del amanecer. Luego vino otra vez el camino y una casa amarilla como la de Van Gogh y unas cuentas de colores que jugaban entre ellas a adivinarse los sentidos. Caminamos por la noche descolgando tus luceros y rodeamos el jardín de la casa. Estaba llena de orquídeas azules y grises y rosas y sin color. Había una orquídea sin color abierta como un clítoris húmedo, me dijiste, y también una orquídea negra que estaba destinada a la hija del gobernador. Me besaste suave, como un recuerdo por venir y la señora de la casa te quiso regalar una flor y tú dijiste que no con una sonrisa que sabía querer.





martes, 5 de abril de 2011

Hendiduras

Ella: El muelle es larguísimo, se extiende hasta el centro del lago. Apenas una ráfaga agita la piel solar del agua. El hombre se sienta, no deja de mirar la puesta de sol mientras se acomoda en los tablones de madera. Coge el libro, lo abre en cualquier página, hace apuntes en la libreta, luego inhala el color rojo de la tarde hasta que se tensan los pulmones. Intenta espantar los mosquitos que a esa hora de la tarde se multiplican, escribe un nombre, mil veces un nombre en la libreta, luego repasa la hendidura de tinta verde en la página, la hendidura en el contorno del nombre, la besa a ella, a través del nombre, y ella, al otro lado del lago, siente la impresión de unos labios en la mejilla. 

Él: Sus ojos eran dos luceros negros y plutón había dejado de ser planeta. Eran dos datos aparentemente incongruentes, pero cualquier observador que fuera capaz de proyectar un triángulo escaleno entre las puntas de sus pies empinándose para llegar al visor del telescopio, sus ojos brillantes haciendo esfuerzos para focalizar el universo y su sonrisa de luna recostada en el borde de una confidencia o de un te quiero, enseguida se hubiera percatado que cualquier cosa de este mundo podría dejarse pasar menos el hecho de que unos ojos iluminaran el cielo hasta convertir la noche en estrellas y a plutón en un corazón incandescente apuntito de palpitar. La secuencia de sucesos no está completamente registrada, pero se sabe que lo primero que tuvo lugar fue un sueño sobre una barriga. Lo segundo, y sorprendentemente anterior a lo primero, fue un juego en el que se juntaron dos porqués. Lo tercero fue un viaje alrededor de Meliès, lo cuarto el mismo catalejo de lentes convexas y los órdenes siguientes se descompusieron la corbata y el rito de casarse cada día mirándose las almas llegó a ser tan saberse juntos a cada segundo siguiente, a cada luna creciente que se arrimaba gustosa hasta el mismo hocico de Plutón. Del porqué el astro fue despojado de su condición de planeta no podemos saber, pero sí sospechamos de confabulaciones y reuniones elípticas de las que dan vueltas sin ton ni son hasta que alguna insidia se vuelve daga y velo y pasos amortiguados por un silencio culpable. Dicen que fueron los planetas sin nombre los que comenzaron la trama, que alguno de ellos ridiculizó el sinsentido de un planeta sin órbita, otros dicen que fue la simple inercia de una gravedad inexistente más allá de cualquier experiencia humana o que el recuerdo de las letras de Poe actuó como condena irremisible. El caso es que plutón perdió su título de planeta y su letra mayúscula y ahí lo tenía yo en esos mismos momentos en que dos luceros como ojos de ciervo dibujaban las estrellas en su noche. Ella estaba aupada al telescopio del observatorio, en el pueblo de Greenwich, a pocos metros del meridiano cero. Sus puntillas de bailarina se balanceaban al ritmo con que sus ojos describían el triángulo escaleno entre la luna y el deseo. Yo sujetaba su cintura y olía sus caderas con el sucedese de mis dedos bajo su falda, ella sonreía luna reía noche miraba quieta el transcurrir de lo equívocamente llamado infinito. En la lente del catalejo se dibujaba Pluto.

domingo, 3 de abril de 2011

Dedos de metal sobre farol y piano

Ella: Hoy se cumplen, exactamente, dos décadas y una luna desde que el accidente y los vidrios en la mano. Los años le arrugaron la cara, como un papel que directo a la basura y adiós ese cuento mal escrito, mal pensado, mal parido. El caso es que las manos, o lo que queda de ellas, se estiran un poco, se abren como si quisieran sostener algo pesado, de pronto la prótesis de la pierna o el sillón en el que se sentaba a tocar el piano Pero del sillón nada, también luce encorvado, como si la ausencia de un cuerpo en su estructura pesara más que el mismo cuerpo. Habría que quitarle una capa muy densa de polvo, de pronto con el estropajo amarillo que cuelga de la puerta del baño, pero no, nada de limpiar con estos dedos que no son dedos sino una colección de gusanos de metal que no responden de inmediato a las órdenes del cerebro. Hoy tampoco se hará la limpieza, ni se hará nada. Nos sentaremos a mirar el rebote de luz contra la superficie pulida de los dedos de metal, nos sentaremos a llorar un poco al mirar el piano, y luego abriremos la puerta a los alumnos del conservatorio.

Él: Los viejos faroles de gas siempre le habían causado una ensoñación cercana a la narcolepsia. Le gustaba caminar entre el atardecer y la luna dormida de farol en farol, algunas veces descubría palomitas de la luz revoloteando a su alrededor y las imaginaba campanillas alborotándole la tristeza, tirándole de las mangas de los recuerdos oxidados, cantándole la canción del arroz con leche con una sonrisa de aquellas que se balanceaban en su cara de bruja de las mil trapisondas. Ella le había dicho que le dibujaría un falorario y estuvo meses coleccionando fotos de farolas de todo el mundo, sobre todo de ciudades con atardeceres tristes. Luego de escogerlas con el escrupuloso método del amor, las fue dibujando una a una en su grandísimo bloc de pasta de algodón. Utilizó las acuarelas para ello porque pensó que así podría rimar las nubes de penumbra con las nubes de espuma de mar que de niña veía salir de la pipa de su padre. A cada farol dibujado le añadía una pequeña historia, uno de esos cuentos maravillosos que ella urdía casi sin pensar dejando que las palabras salieran de su boca como pelusas. Ella decía que esas historias no eran inventadas, eran historias que los faroles habían presenciado en alguna ocasión, tan verídicas como que la luz que se descolgaba de ellos no era luz, sino la púrpura del tiempo. El hombre recordaba cada uno de los faroles dibujados para él. Se detenía en cada nuevo farol de su paseo como si pasara una página de aquel cuaderno, leía en su memoria cada palabra, cada pelusa, de aquellas historias, cada noche como si no hubiera más día, cada noche como si no hubiera más noche. Recordó la historia del farol con una niña a la que le habían crecido pies de arlequín, la de las palabras que se trasvestían de números para salir de fiesta, la de aquel gato llamado Caín que siempre volvía magullado a casa por defender a su hermano Abel. Tantas historias, tantas noches, tantos faroles.

jueves, 31 de marzo de 2011

La vida desde la vida, y a la inversa



Él: En aquella ciudad todas las personas llevaban un aparato de pensar bajo la sien derecha. Era un minúsculo chip que les insertaban a los bebés nada más nacer, con una cánula. Sebastian Luna no había sido una excepción, en su quinto minuto de vida recibió un chorro de colores y signos, de señales y sonidos clasificados por frecuencias y tonalidades, de olores que nunca se olvidan, de tactos de caricias que aún no había sentido, de mil sabores como mil alfileres clavadas en sus papilas, de mil recuedos de cosas que nunca recordaría haber vivido y un acontecer. Sebastian, como todo el mundo, crecío ensimismado y perdido entre tanta información que le cubría hasta las orejas de la noche a la mañana. Todo el mundo se lo sabía todo, todo el mundo se paraba en la misma esquina a olisquear el mismo pasado, todo el mundo soñaba en fila india y pedía turno para despertar en el mismo momento. Un día, cuando ya sus recuerdos se amontonaban junto a los que nunca habían sido suyos, Sebastían decidió pasear por el barrio de las calles empinadas. Nunca se había atrevido a tanto. Hacía un sol de plomo y su chip le pitaba en los oídos que no debía seguir por allí, pero habían demasiados segundos iguales, demasiados pasados paralelos, demasiados porqués enlatados. La fatiga ya no le dejaba respirar cuando desde una esquina una muchacha le gritó antes de soltar una marejada de risas: “Eh, tú, el de los ojitos verdes: ¡esa polla que no pase hambre!” Sebastian oyó el cántico de la sirena como si nunca hubiera almacenado dentro de sí todos los cánticos muertos. No fue capaz de dar un paso más. La muchacha le miraba con miel y las volutas de risa se desparramaban calle abajo hasta inundar de mañanas los instantes caducados desde aquella cuna. Sebastían tartamudeo un te quiero que no sabía querer aún, se reptó hasta la misma esquina de aquella risa minifaldera y plantó un par de dedos en el mapa de las nubes de aquella criatura. El pitido del chip se volvió insoportable para cualquiera que no fuera el que besaba a Violeta. No sabemos cómo fue ni cómo pasó. Dicen que Violeta dibujaba alas cuando miraba, dicen que los cielos se fundían en lluvia cuando ella lloraba, dicen que sus palabras se convertían en pelusas nada más las pronunciaba, pero lo único cierto es que Sebastían comenzó a llorar como bebé y palmada.


Ella: Los campos de lavanda se agitan coreográficamente. Piel de erizo y aire que devuelve aroma purpúreo. Tanto oxígeno en los pulmones que una grieta, y otra grieta, y otra, hasta que el cuerpo roto bajo el sol se deja puesto, nadamás, el momento de cien años en que la puerta de la cabaña se abre y el olor del pan, la mantequilla, el café, sus ojos y la sonrisa a punto de abrir las piernas, redimensionan las cuatro letras de la palabra vida.