jueves, 31 de marzo de 2011

La vida desde la vida, y a la inversa



Él: En aquella ciudad todas las personas llevaban un aparato de pensar bajo la sien derecha. Era un minúsculo chip que les insertaban a los bebés nada más nacer, con una cánula. Sebastian Luna no había sido una excepción, en su quinto minuto de vida recibió un chorro de colores y signos, de señales y sonidos clasificados por frecuencias y tonalidades, de olores que nunca se olvidan, de tactos de caricias que aún no había sentido, de mil sabores como mil alfileres clavadas en sus papilas, de mil recuedos de cosas que nunca recordaría haber vivido y un acontecer. Sebastian, como todo el mundo, crecío ensimismado y perdido entre tanta información que le cubría hasta las orejas de la noche a la mañana. Todo el mundo se lo sabía todo, todo el mundo se paraba en la misma esquina a olisquear el mismo pasado, todo el mundo soñaba en fila india y pedía turno para despertar en el mismo momento. Un día, cuando ya sus recuerdos se amontonaban junto a los que nunca habían sido suyos, Sebastían decidió pasear por el barrio de las calles empinadas. Nunca se había atrevido a tanto. Hacía un sol de plomo y su chip le pitaba en los oídos que no debía seguir por allí, pero habían demasiados segundos iguales, demasiados pasados paralelos, demasiados porqués enlatados. La fatiga ya no le dejaba respirar cuando desde una esquina una muchacha le gritó antes de soltar una marejada de risas: “Eh, tú, el de los ojitos verdes: ¡esa polla que no pase hambre!” Sebastian oyó el cántico de la sirena como si nunca hubiera almacenado dentro de sí todos los cánticos muertos. No fue capaz de dar un paso más. La muchacha le miraba con miel y las volutas de risa se desparramaban calle abajo hasta inundar de mañanas los instantes caducados desde aquella cuna. Sebastían tartamudeo un te quiero que no sabía querer aún, se reptó hasta la misma esquina de aquella risa minifaldera y plantó un par de dedos en el mapa de las nubes de aquella criatura. El pitido del chip se volvió insoportable para cualquiera que no fuera el que besaba a Violeta. No sabemos cómo fue ni cómo pasó. Dicen que Violeta dibujaba alas cuando miraba, dicen que los cielos se fundían en lluvia cuando ella lloraba, dicen que sus palabras se convertían en pelusas nada más las pronunciaba, pero lo único cierto es que Sebastían comenzó a llorar como bebé y palmada.


Ella: Los campos de lavanda se agitan coreográficamente. Piel de erizo y aire que devuelve aroma purpúreo. Tanto oxígeno en los pulmones que una grieta, y otra grieta, y otra, hasta que el cuerpo roto bajo el sol se deja puesto, nadamás, el momento de cien años en que la puerta de la cabaña se abre y el olor del pan, la mantequilla, el café, sus ojos y la sonrisa a punto de abrir las piernas, redimensionan las cuatro letras de la palabra vida.

viernes, 25 de marzo de 2011

Retrato de viaje estático



Él: Todos sabemos cómo es una cámara hiperbárica, pero esta tenía una pantalla de televisión frente a mi rostro, a cinco centímetros de mis ojos desacostumbrados a tanta oscuridad y a tanta luz, a tanto parpadeo del cátodo dibujando setenta veces por segundo las seiscientas veinticinco líneas del mapa de su cara riendo para mí, para que yo viviera, llorando para que yo viviera, cantándome la canción de Luca y alguna de Janis Joplin y todas las de Calamaro y arroz con leche también. Todo un repertorio para que yo la respirara una vez más, para que yo me diera cuenta de lo que me perdía si me iba. La primera vez que la vi fue en fotografía. Bueno, yo pensé en aquel momento que aquel rostro radiante estaba fijado en sales de plata, pero lo que quedó fijado para siempre fue mi paso a su pulso, mi huella a su piso, mi siguiente a su simiente. Y los juegos de palabras se convirtieron en pompas de jabón líquido que ella insuflaba con una pipeta y luego pintaba con acuarelas que me estallaban en mil plumas de peleas de almohadas y el sueño se estiraba las enaguas hasta el ombligo y una ducha fría para sellarnos los arañazos de la noche y un café, un café y su sombra blanca comiéndose mi tostada con tomate. Y ahora su cara en la pantalla a medio llanto y a media risa pidiéndome no me dejes, que no se nos rompa la mirada de esos ojos de pez que bailan entre corales y caballitos de mal. Ella acercó los labios a la pantalla y dejó marcado un beso que me durmió. Cuando desperté ya no había cámara ni pantalla, su mano cogía la mía y sus labios me susurraban aquella canción.




Ella: Piano y dedos al punto; entonces fusión, música, bala de agua, como de agujas que estiran el alma dentro del cuerpo. José Luis es una prolongación del piano, cada uno de sus dedos es una tecla invertida que suena al hundir las piezas. Lo escucho con los ojos, con las manos, en mis oídos crece una lágrima que mi mente reabsorbe; entonces viaje, desencarnar, mirar el cuerpo y comprender que es tan sólo una envoltura que se oxida con los años, y que también los años se oxidan a causa de la envoltura, se contaminan de movimiento intestinal, rotación y traslación en torno al eje del absurdo, una piedra que gasta la mente e inhibe los viajes estáticos; pero nada de eso importa ahora porque sus dedos y el piano, el piano en sus dedos y esa voz de las cavernas que resucita en mi interior cuando melodía y terapia significan la misma cosa. 

martes, 22 de marzo de 2011

Erizo de lenguas

Ella: Se inclina sobre su hombro, una película de calor delata la cercanía pero aún no hay contacto. Ella sabe que él, detrás de ella, se inclina para alcanzar la última letra en el extremo derecho de la página, pero no la toca. Ella anhela el accidente pero él es taimado, prudente, no la toca. Así pasa que Violeta, nerviosa, pierde poco a poco la postura recta, le cuesta fijar el pulso que sostiene el libro de Nabokov. Cuando está a segundo y medio de girarse para descubrir quién la mira a través del libro, él empieza a leer en voz alta, apenas alta, lo suficiente como para que a ella vértigo de nubes y suero de algas, algo como frotarse contra un erizo de lenguas. El caso es que él, mientras Violeta sostenía el libro y pasaba las páginas, estiraba la sombra de cada mano y levemente posición en la cintura, como si un gato detrás de la puerta. Lento hacia las caderas un dedo y otro dedo, leía una frase y otro dedo como una araña que jamás suelta su telar de aire. Y Violeta, pues, respiraba, pugnaba con el pulso para no soltar el libro mientras él leía y la tocaba desde el otro lado del espejo, semejante ruído atraería la atención de las personas que, sin siquiera imaginarlo, eran testigos de un intercambio de luz.

Él: El cachivaches era un abuelillo patizambo que arrastraba canas y olvidos por el barrio donde yo me crié. Algunos decían que estaba mal de la chaveta, otros lo saludaban con afecto y algo de conmiseración, le daban dos chavos para vino o un hatillo de tabaco recién secado. Siempre me causó respeto aquel viejo, un respeto que estaba a medio camino entre la oscura admiración y un miedo que no me quería reconocer. Iba de un lado a otro con su bicicleta, cruzándose entre los autos y no respetando ni semáforos ni pasos de cebra. Ahuecaba la mano sobre su boca e imitaba las sirenas de bombardeo, se bajaba de la bicicleta y empezaba a correr, a empujarla, sin ninguna dirección sospechable. Gritaba: ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos! ¡Asesinos! Y yo enseguida recordaba las historias contadas en un susurro por mis padres, veía a mi madre cosiendo de madrugada, a mi padre haciendo recados durante el día porque el trabajo le estaba vetado. Oía las descargas de fusiles, veía la sangre delineando las tapias de una memoria que no era mía. A algunas mujeres le daban aceite de ricino y les cortaban el pelo al cero, algunos hombres se escondían en agujeros de los que ya nunca saldrían. El cachivaches corría sin sentido con su bicicleta, con el tiempo y los días ya nadie parecía recordar quién fue, por qué fue. Un día lo atropelló el land rover de la guardia civil. En el labio llevaba un trozo de regaliz, en la mano derecha agarraba con fuerza un manojo de hierba, en el bolsillo llevaba un retrato de su madre y un poema con la tinta desleída.

domingo, 20 de marzo de 2011

De cómo una historia se hace inmune al óxido del tiempo

Él: El camino hacia el castillo es tortuoso, empinado, con decenas de revueltas en las que nunca ninguna esquina mira hacia la misma calle. Los embozos se cruzan y se saludan con una persignación, a veces es mediodía, a veces medianoche, pero siempre la oscuridad encubre los corazones. Se oyen campanas que suenan como almuecines, se oyen pasos apresurados y susurros recelosos de serlo. Hay como una magia flotando en humo blanco, es el vaho de tu boca dibujando en el aire las fórmulas secretas de cómo convertir los relojes en cofres donde guardar mañanas. A mitad de la empinada colina hay una casa abandonada, tú siempre has querido que fuéramos hasta allí. La nieve se vuelve sucia bajo su porche, tiene ventanas góticas y sombras que se desfenestran desde ellas, cristales rotos colgados de algún sol muerto, atardeceres tristes mirando desde los umbrales temerosos y justo en el centro de la puerta principal hay un aldabón, una mano que fue dorada sujetando con fuerza la esfera negra del mundo. Entramos despacio, con la prevención del que no quiere creer lo que sabe, y tú me coges fuerte la mano como para borrarme cada una de las líneas que me has escrito en ella. Hay una escalera de madera desvencijada con el señorío agujereado en algunos escalones. Subimos crujiendo las maderas y nuestros pulsos. Sobre el hueco de la escalera se balancea una lámpara con lágrimas, arriba de ella una gran vidriera cierra en cúpula con la figura de un dragón que vuela sobre la noche. En el primer piso hay un gran salón de baile, en su centro una mesa de comedor  con ocho sillas alrededor, en una silla hay un rabino sentado. Es el rabino Löw jugando con arcilla. Tras el rabino hay un ventanal que ocupa toda una pared, unas cortinas rancias se descuelgan sin pudor del techo. Nos acercamos hasta la ventana. Una luna inmensa ilumina Praga. Todo es tan mágico que no me extraña oír tu voz cantándome una canción al oído. Los tejados de la ciudad aparecen dormidos y brillantes. Paso mi mano por tu cintura y la aprieto fuerte. Todo es tan real como la sonrisa de la luna.


Ella: Se sienta al borde de la página en la postura de siempre: un espasmo que endereza su espalda, como si le atravesara una descarga eléctrica, el hilo de una descarga eléctrica recorriendo el espinazo. Se sienta sin bosquejo inicial, a causa de la urgencia, el saberse habitada por un rostro diluído en cada poro del sueño. Se sienta y escribe como si las palabras fueran una prolongación de su cuerpo, las ondulaciones vibratorias de su cuerpo que abren la boca para pedir una cartografía de piel, la trenza mortal de las piernas en la mañana que café y orgasmos y algo más que no puede tocarse pero que, aún así, es más real que toda cosa palpable bajo las manos. Se sienta y escribe una historia de final impreciso, con matices de árbol, para no sentirse tan pequeña ante la muerte mientras flota, para prolongar más allá de su propia vida la vorágine de luces que arremeten cuando sus ojos. 

sábado, 19 de marzo de 2011

Sobre cómo pintarse el cuerpo

Ellos: 


Lado A: Los colores iban cayendo del pincel gota a gota. Nadie podría haber adivinado de qué color sería la siguiente gota, pero de una forma que el que esto escribe no sabe explicar, cada gota se pintaba de todos los colores en su caída, como si un arco iris intentara encontrar una salida al reflejo de su calor. Quizá eso era una lluvia. La pintora llevaba su bata blanca constelada de rojos y amarillos y púrpuras, en el lienzo su retrato dibujaba trazos de mar y algas y caracolas acostumbradas a sonar por detrás de sí mismas. La arena era una nube de minúsculos granos de cristales y feldespatos con aroma de café recién molido. Por la ventana luz, por el suelo corrían las canicas del sueño y la risa se desperezaba a poco que un silencio no estuviera atento. La mañana y el lienzo blanco y Violeta pintándome un retrato. La bata entreabierta, el ombligo mirando y el tiempo entresombreado. Yo nunca pude ver mi retrato, por alguna magia que tampoco puedo explicar, cuando volteaba el mundo para ver lo que ella, yo ya no estaba, en el lienzo sólo podía ver uno de sus poemas. Había días que de un salto intentaba ponerme al otro lado de la realidad y sorprenderme congelado en sus trazos, pero el cielo se cambiaba de traje mucho más rápido que yo y de nuevo en el lienzo sólo palabras de colores y su sonrisa jugando a quererme a las cuatro esquinas. Otro día le pregunté para cuándo pensaba terminar mi retrato, cuándo podría verme como ella me veía, y de nuevo su sonrisa me susurró un nunca podrás verte como yo te veo porque entonces ya ningún color podría sentirse gota y beso y quiero. Las palabras jugaban al corro y se pintaban de colores, las líneas eran como mapas donde las geografías fruncían los horizontes para acariciar su boca. El lienzo es la playa donde nuestras huellas se encuentran.


Lado B: Cerrar la mano sobre el pincel para bosquejar el mundo exterior era difícil, tanto como relajar los músculos en el ombligo de un orgasmo. Violeta contaba las líneas, guardaba trazos en la esquina roja de su bata, racionaba las gotas de pintura que le exprimió al bosque. Quería usarlas para retratar el lado oblícuo del aluvión, la concatenación de ráfagas que luz en los poros ante su piel tibia, quería decir tantas cosas con imágenes, mirar su rostro apareciendo bajo el pincel , que al final, cuando miraba el cuadro -sin terminar siempre-, lo que encontraba era un poema que, justo en el espacio que hay entre un segundo y otro, se abría como un arrecife para unir las huellas de un lienzo. 

miércoles, 16 de marzo de 2011

El teletransportador

Ella: Cuenta los billetes al vender la última caja de incienso. Los recorre con el tacto, los frota, aproxima el oído para identificar  las marcas en relieve, disfruta el sonido áspero que emite el papel moneda. Sonríe, se lleva una taza a la boca y sonríe; ignoramos el contenido de la taza pero se cree que algo caliente en las papilas, algo dulce como un diente de azúcar. Detrás de los lentes oscuros que jamás retira de su rostro no hay nada,  tiene los ojos en la punta de los dedos.

Él: En tiempos de Jan Huss ya se conocía cómo. La nieve y la chimenea parecían atraerse en un no sé de blancos y humos y llamas que se volvían azules de frío. El hombre pelirrojo cubierto con la pelliza manchada de barro y hambre acostumbrado a dormirse para no saberse. El yunque bajo el cobertizo bailaba las espurnas entre la escarcha, el viento dibujaba eses entre el suelo y las huellas de los animales parecían recordar el estío y el valle. El método era tan sencillo como soplar la llama y el vidrio empezaba a engordarse como un globo de azúcar y caramelo. Al principio era del color del fuego, luego del color de la nada, luego del color del sueño; al principio se convertía en mundo, luego se dibujaba un aura, luego se quebraba en figura y sombra, en paso y descanso, en vida vacía para llenar de suerte. Luego venían los segundos y otro soplo y el vidrio se hacía otra vez llama, otra vez tierra, otra vez agua. El hombre pelirrojo le daba forma con su hierro, con su soplo, hasta convertirlo en piedra sin colores, en adentro y fuera, en silencio y espera. La técnica consistía en sentirse allí, rodeado por el vídrio, botella y barco, cerrar los ojos y desear muy fuerte. Entonces el tiempo se convertía en lluvia y los horizontes se ablandaban y la distancia se cubría con un latido. Sólo había que desear estar para estar y la tundra y la nieve se convertían en un morichal y un sol naranja y unos labios de beso y un guacamayo azul señalando el destino.

lunes, 14 de marzo de 2011

Cuento con recaída

Él: Cada día me despertaba con una teoría nueva que iba leyéndome con voz concentrada y la lengua relamida del café con leche. Se sentaba a horcajadas sobre la cama y movía la uña roja del dedo gordo del píe al ritmo de su voz. A mí me maravillaba cómo se metía en su papel de hada de las matemáticas, cómo me llenaba la habitación de burbujas de fórmulas y números y cifras imposibles de descifrar. El pelo le caía por las mejillas y le tapaba siempre un ojo, los labios se le almohadillaban al sonido de sus palabras y cada vez que iba a pasar una página se chupaba el dedo pulgar con fruición y levantaba su vista hasta la mía. Unos días eran los números primos, otros la cuarta dimensión, los sábados siempre me hablaba del enigma de Fermat y los domingos nunca me podía levantar si antes no me había hablado un poco más del número pi. Aquella mañana me dijo que siempre había soñado con números transversales. Yo le pregunté asombrado qué coño eran los números transversales y ella me respondió que aquellos que no se pueden contar de uno al siguiente, sino que tienen que ser vistos al través para darse cuenta de lo que son. Me siguió hablando durante mucho rato del número ámbar, el primero de todos los transversales, y de sus propiedades para hacer que todo aquel que lo sume consigo mismo consiga hacer feliz a quien mire. Me miró y cerró con cuidado el libro señalando con su lapicero la página en la que se había quedado. Llevaba puesta la camiseta azul del escritor cretense, la que yo le había regalado meses antes, y sus pulmones se llenaban del aire tibio de algún número transversal. Juntó sus manos con las mías y me pidió que cerrara los ojos cinco segundos. Cuando los abrí estaba en un bosque de bambú. Parecía una especie de laberinto completamente recto. El bosque era tan tupido que apenas se filtraba algún rayo de sol. Ella estaba conmigo, cogiéndome la mano y tirando de ella para que la siguiera. Anduvimos un trecho muy largo sin que pareciera que avanzáramos porque el paijsaje se mantenía exactamente igual. Mucho tiempo después llegamos a una especie de plazoleta rodeada por los árboles y con un pozo en su centro. Ella tomó la cuerda de la polea y tiró hasta que un cubo de agua llegó a la superficie. Lo apoyó en el reborde del pozo y con un cazo tomó agua que me dio a beber, cuando lo hice volví a despertar con un beso suyo en mis labios.


Ella: Ignoro el trayecto de ideas que constituyen mi entelequia. Los pensamientos se contagian, sostener los ojos un segundo más de lo moralmente correcto puede hacer que contraigas una idea. Mientras más sostienes la mirada, más punzante la idea. Se inicia el movimiento pendular, retrocedes, avanzas, te caes hacia tu propio eje y caminas, la recaída no empieza cuando ya te has hundido las rodillas en el mismo pantano de siempre, empieza con la primera caída, en la ligereza con que te sacudes el polvo y reanudas la marcha como si problemas nada, ignoras que en esto de pensar no hay patrones con esquinas sino círculos, en algún momento   caminarás sobre tus propios pasos y llegarás, adivina dónde, al pantano, porque no tuviste la cortesía de sacarte los ojos de las cuencas y hundirlos como si alas en el entorno. 

domingo, 13 de marzo de 2011

Abrir el sueño y cerrar los ojos


Él: Atravesar caminos llenos de barro y sapos saltando verdes por las veredas con sus gritos de lemur asustado. Llover a chorros toda la tristeza de Oliverio, caminar a muñones por todo el tiempo engrumado de betún y de zapatos rotos. Amaneció como si se encendiera alguna bombilla amarilla, sin ganas de despertar. Los charcos reflejaban sus caras en las mías y yo jugaba a chapotearlas como si así pudiera borrar cada nuevo paso, quería un nuevo camino, una nueva revuelta que me llevara a otros días a otros tiempos, pero todos los caminos se ataban a sí mismos para llegarse siempre al mismo sitio. En la playa todo estaba devastado, el agua me llegaba por las rodillas y los restos de mil barcos destrozados tropezaban y me herían las pantorrillas. Caí varias veces e intenté no levantarme, pero la fuerza del mar era tal que me ponía de píe como uno de esos muñecos que no se pueden tumbar. Me sumergí completamente y seguí andando por el bosque azul, una sirena sin cola lloraba desconsolada y un alacrán gigante la engulló. Todo estaba lleno de popilos y grité desgarrado que no quería sopa. Me desperté, su sonrisa seguía allí haciéndome caracoles en el pelo. Me dibujó con acuarelas durante mucho rato, exigiéndome que no moviera ni un poro de la cara. Cuando me enseñó el dibujo vi a un hombre tranquilo, sonriente, que parecía inventar una historia para ella. La aguada parecía contener corrientes, mareas, reflujos que me atraían, que me sujetaban a su profundidad como si estuviera atado al mastil de Ulises. Poco a poco volví a dormirme, entonces la vi a ella tocando el violín en una plaza de Praga. Estaba tan concentrada y seria que parecía que el violín la tocaba a ella. La música me llegó como desde dentro, era la partita número dos. Me acerqué hasta poder rozar su cabello, sentí un calor en mis dedos que me produjo un gran bienestar. Cuando terminó de tocar levantó su mirada hacia mí y me sonrió, entonces supe que ningún camino importa.


Ella:  Llegué a tener una relación íntima con las pesadillas. Un diálogo de silencios me ataba a ellas involuntariamente. Siempre una sombra detrás de la puerta, algo fuera de lugar que deseaba mostrarse para anular el frágil equilibrio de mi mente. Hace años soñé que una masa de agua abría la boca y me engullía, el líquido se estrellaba contra mis pulmones, me ahogaba. Alzaba las manos para aferrarme a un borde cualquiera y cuando estaba por rozar con los dedos la orilla de mi propia cordura, un fuerte retroceso me arrastraba al útero de la vorágine. Al final de las pesadillas luzco frágil, ligeramente azul, liviana, mis manos flotan como un adagio, desaparece el gesto crispado, me había rendido. Hoy mi relación con las pesadillas es más saludable, ya no pueden cruzar la frontera hacia la vigilia, se resignaron a la habitación tenue que está al fondo de mis ojos; esto a razón de una presencia que me habita el hueso y que, sin saber demasiado bien cómo, extrae la sombra desde tuétano y la sustituye por el verdor de unas pupilas que se abren ante mí como un bosque. 

jueves, 10 de marzo de 2011

Imprecisión de los planos

Ella: Me detuve en la quinta foto. Alguien está a dos segundos de asomarse por la ventana del último piso, posiblemente un hombre con manos de pianista que sopesa la realidad con un porro en la mano durante quince minutos. Se cree que con la última calada viene el vestigio de una frase que intentará anotar en la libreta, llega tarde y la frase se ha desintegrado por completo, mira la foto de una mujer en su despacho, se sonríe. Trato de presionar el disparador, está trabado, reviso la cámara con evidente mal humor y, al tomar posición nuevamente, detrás del lente está una ventana por la que un hombre de ojos verdes y manos de pianista acaba de asomarse.

Él: Mucha gente piensa que la caligrafía china consite en dibujar signos extraños con tinta negra, pero los que estuvimos allí sabemos muy bien que la caligrafía china sólo dibuja las sombras de las cosas. El trazo debe ser firme, seguro de sí mismo, porque sólo una cosa sólida proyecta una sombra suficiente para que sea el hueco por donde penetran nuestros pasos. Aquella tarde el morichal estaba embravecido por el viento y una luz de candil bailaba en la caseta del vigilante. Era raro. Yo caminé despacio hacia la llama, un poco asustada, sintiendo cada huella de mis pies en todos esos años atrás. Los guacamayos repetían sus sonidos estridentes que parecían revolverme los alfileres clavados en las plantas de mis pies. Nada duele más que el silencio no querido, me dijo una vez el anciano profesor de caligrafía. No era una persona, lo supe en cuanto lo vi, era un cabeceo de brisa, un segundo después, ese pensamiento que nos espera llegar a él. Me contó que su familia se había dedicado por generaciones a dibujar las caligrafías, que a él se las empezaron a enseñar a los cuatro años y que a sus ochenta aún no había aprendido nada. Me enseñó que no importaba lo que dibujara, sino el tiempo que me regalaba dibujándolo. Me enseñó una luna que nunca había visto y un trozo de madera que sacó de su deshilachada mochila. Cuando llegué a la caseta comenzó a diluviar y la lluvia se me clavó a puñales. El miedo desapareció nada más verle. Estaba vestido de sombra y en su cara me había guardado una sonrisa. Besé sus pies y él dibujó una mariposa en mi frente. Me habló durante horas y tres amaneceres después su sombra se había borrado y el morichal estaba naranja y verde. Caminé ya sin agujas hasta llegar a mi casa y el teléfono sonó.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Mirada y grieta y sueño

Ella: La grieta -enfermedad vertical entre la boca y los pies- me reduce al espesor de una línea. Con el ojo plano es difícil percibir la curvatura de la ciudad, los dientes que al fondo de la plaza se hunden en el muslo tibio, esa nomenclatura invisible de fuerzas que, al chocar, se equilibran y aportan al escenario una tensión dolorosamente anónima, dolorosamente bella. Mis pupilas se abren y aferran las uñas al entorno, reconozco el sistema de fisuras, puedo ver en qué punto se quiebra la realidad. Me siento, en la acera me siento a caminar desde los ojos, me detengo; súbitamente he encontrado mi espacio para herir el patrón circular: la hendidura en la cabeza que la mujer de ojos castaños disimula bajo un chal. 

Él: Me dijo que le susurrara este cuento al oído:

Una de las veces de todas las veces el tiempo se disfrazó de espera y sus saetas comenzaron a tejer una larga capa para el rey de los otros. Cada puntada ocurría al revés, como viniendo de siniestra a diestra, como desenhebrando los suspiros, como parándose sobre un solo pie. Empezó a tejerla un jueves santo, día no extraño a los rumíes, pero poco habitual en los cedros del Líbano. La capa era de seda y su color no tenía color, quizá tornasolado, me apuntó ella, quizá, le dije, sin querer perder el hilo. Su bordado empezaba en la misma orilla de los píes y continuaba un camino sinuoso que quería reproducir todos los caminos de esta tierra, desde los Cárpatos al Sacromonte. Cada puntada una piedra, cada puntada un paso de un anciano recorriendo el camino de vuelta. El tiempo era una anciana encorvada sobre el tul, un amago de ir a ser, un olvido de haberlo sido. Todo se quedó quieto y dispuesto a desplazarse con la lentitud de un cienpies dándole cuerda al reloj de la torre del rey. Entonces el peón movío cuatro dama y el tablero se colapsó en su mismo centro. El tic tac y el péndulo bailaban muy juntos, el sudor se convirtió en gota, el dolor provocó una sonrisa resignada. La aguja tejía, la tela se revolvía, la arena llovía, la capa estaba terminada. El rey se vistió y recordó el cuento del rey al que le regalaron una  capa invisible. Se asustó y corrió a mirarse en un espejo donde se reflejaba la luna, entonces sonrió satisfecho: él era el rey luna. Y se rompió, la luna estalló en mil pedazos y del fondo del espejo empezaron a salir pelusas como conejitos, todo el tablero se llenó de pelusas y el alfil movió su diagonal para amenazar un jaque que sólo podia suponer un cambio de piezas. El rey se retorció en un enroque y un sacrificio de peón doblado permitió proyectarse a la torre. Ella dormía en su foto, tenía ese aire de abandono que a todos nos hacía creer en ella. Le pasé el dedo por la frente, como recorriendo una senda, y luego le dibujé la boca con mis labios, su aliento empañó mi aliento y una mariposa de colores boqueó en nuestro estómago. Despertó y movió caballo. El rey se abrió la capa y enseñó sus genitales entre el clamor del pueblo. Fue la revolución. Ella rió y me caracolilló el pelo. El tiempo comenzó de nuevo a andar.

sábado, 5 de marzo de 2011

Sueño azul de lluvia

Ella: Se dedicaba a ordenar meticulosamente los residuos de sueños extraños al despertarse. Para eso había destinado una libreta con tapas hule y una planificación que excluyera toda actividad antes de las 10 a.m., hora hasta la que solía dormir cuando el despertador no sonaba. JL era un tipo, digamos, peculiar. Creía que recordar sus sueños le daría acceso a un patrón de ideas para escribir que no estuvieran sujetas a condicionamientos racionales, dejó de pensar esto cuando descubrió que los sueños tenían su propia lógica. Una  mañana, al despertar, se descubrió apretando con la mano izquierda una moneda azul. La miró asombrado, creyó que la chica paseando bajo cortinas de agua había sido parte del sueño en que moneda azul en la mano para teñirse la lógica.

Él: Hay lo blanco y una pluma negra descendiendo, hay la nieve y el cielo blanco como la nieve, hay la pluma que desciende flotando, que se va agrandando conforme se me acerca, que me va tapando lo blanco hasta ser todo negro. Hay un ruido, un rumor de voces en el fondo de la habitación, es como si el aire se hubiera convertido en algodón y a las palabras les costara abrirse paso hasta mí. Hay una luz lechosa que se me cuela en los ojos como por una rendija y noto mi boca pastosa intentando volver a ser, pero hay como una tela de araña que me envuelve todo lo que fui, todo negro con rendija y voces huecas que dicen qué dolor, qué dolor.
La pluma negra me abraza fuerte y tira de mí hacia otro tiempo y otras nubes. Dicen que mientras floto me veo en la cama, enganchado a multitud de aparatos que miden la distancia entre vivir y no. Me veo extraño, no me parecía que yo fuera así, pero me olvido enseguida de aquel cuerpo y aquella habitación. Estoy flotando sobre la ciudad paralizada como en una fotografía del Google Earth.  En un semáforo está ella, con aquel vestido que yo mismo le elegí. Un vestido negro con unos bordados sobre los senos, está preciosa, un conductor se ha quedado congelado en el momento de sacar su cabeza del auto para piropearla. Ella está sonriendo porque estas situaciones siempre le han hecho gracia. Ahora ya no distingo los rostros de la gente, apenas los colores de los autos. Oígo una voz en off y me sorprendo al reconocerla como la mía. Estoy diciendo el parte meteorológico. Sí, sé que esto es ridículo, pero acabo de morir y se me ocurre hablar del tiempo. Absurdo, pero efectivo. Apenas acabo de dar el parte se pone a diluviar, hay relámpagos y truenos por todas partes y las nubes se han hecho noche. Mi pluma negra se empapa, cada vez pesa más, cada vez le cuesta más flotar y de pronto mi pluma cae a plomo abrazada a mí. Caemos a la velocidad de un relámpago y vuelvo a oír mi corazón, vuelvo a oír su voz cantando aquella canción. Estoy tan empapado en sudor al despertar, que cuando sus labios me besan me saben a papaya. Ella ríe y me pregunta en qué estaba soñando. En ti, mi amor, le respondo, en tu lluvia.

jueves, 3 de marzo de 2011

Intersección

Ella: La descarga eléctrica, apenas se bajó del tren, recorrió su espina dorsal de punta a punta. El gesto, la seña macabra del campesino, el cartel blanco retorciéndose en el aire como si una tormenta -aunque ni átomo de brisa en todo el lugar-, le hicieron ensayar mentalmente la postura de un cadaver. Se vió tendido, relajadas las manos y la boca, un hilo tibio, rojo, desde la frente hasta el pie, había vaciado los intestinos. Los ojos se volvían hacia las cuencas, algo como residuos ensangrentados en la pared, una mezcla de sesos y vísceras puestas al sol, agujas de hambre en el estómago y los golpes, el olor, la nube densa que caía sobre las cosas como un pájaro muerto. Debió sorprenderse pero no lo hizo, sabía que no volvería a casa, sabía que estaba muerto.

Él: De pronto la fina película transparente me envolvió la nariz y supe que había tropezado con ella justamente cuando mi píe izquierdo se sumergió en el charco. Mi última imagen del mundo fue la fotografía de Henry Cartier-Bresson a la que yo siempre he llamado Railowsky, después de eso nada, sólo ruidos en mi cabeza y luces porosas que se me agarraban a las mejillas pellizcándome con suavidad, pero sin aflojar. Había pasillos, eso lo sé, también espejos vueltos del revés y una humedad caliente que me hizo recordar. Y me detuve, más bien algo me detuvo, y quise empezar a hablar, pero en mi boca las palabras se estrujaban como si fueran de papel y se me iban volando convertidas en pelusas sonrientes. Los pulmones me chupaban para adentro, creo que me querían volver del revés. Y grité. Di un grito que retumbó en un campanile y volvió tres siglos después. Caminé hundiéndome hasta los tobillos en el charco, hasta la cintura, hasta las mismas cejas, y a partir de entonces ya pude respirar aliviado entre el bosque y los caballitos de mar que me guiaron hasta un claro completamente circular donde se veía bailar el fuego de una hoguera. Busqué por todas partes al narrador, pero no lo encontré. La señora gorda que gladiolas y churros de chocolate en la mano cantaba una melodía. Del fuego se me acercó una caricia y noté sus manos jugando bajo mi pantalón. Me susurró un poema que hablaba de palabras y me estrujó, me dio un abrazó que me envolvió en las llamas. La vi. Estaba dormida, la cabeza descuidada sobre la almohada, los ojos cerrados, un mechón de pelo sobre ellos. Los labios fruncidos, como besando el silencio; su quietud me meció. Besé su frente y la habitación se llenó de pelusas. Me acerqué a la ventana, el Vltava estaba completamente helado, toda Praga dormía como blanquecina acurrucada por la luz mortecina de algún farol. El cristal estaba empañado, y ella había escrito en él: “Cosa etérea”. En la mesa seguía abierta su libreta de las tapas de mariposa, con sus páginas llenas de peces de colores. Sonreí y me senté junto a ella en la cama, acaricié su pelo, creo que ella sonrió también. Las pelusas siguieron cayendo del techo, pero ahora eran letras que se abrazaban unas con otras. La besé en los labios. Ella es mi narrador.

martes, 1 de marzo de 2011

Dos centímetros de realidad

Ella: La realidad se mueve dos centímetros hacia la izquierda, es por eso que cuando trato de apoyar el vaso repentinamente, charco de leche y vidrio en el suelo. La psiquiatra dice que la realidad dejará de moverse pronto, que si usas estas pastillas azules la mesa dejará de trasladar su esquiva superficie, también los libros dejarán de morderse las uñas, quedará estática mi imagen en el espejo y, cuando mi reflejo se arranque a mordiscos una anchísima colección de poros, no seré yo quien reciba el zarpazo dentado en la piel. Me voy, pastilla en mano, a recuperar dos centímetros de la realidad que he perdido, pero; al cruzar la baldosa tenue del no retorno descubro que es mejor esta nebulosa temporoespacial, que el gesto rígido de un reloj que no perdona.

Él: Sé que igual no queréis creerme, pero os juro que estaba lloviendo a mares y la tierra seguía más seca que la tumba de mi madre. No sé por qué coño sería, pero diluviaba, la lluvia me había empapado hasta las ojeras, y el suelo seguía seco, seco como el polvo. Todas las fotografías estaban desparramadas por el suelo, pisoteadas por la lluvia que no llegaba a mojarlas, y el humo del primer cigarro desde hacía quince años me cortó los pulmones y sonreí porque ese fue el dolor más dulce que sentí desde que sus labios. Las fotos habían formado un mahjong siniestro en el que la primera de la pirámide era una imagen de ella dormida como si ningún pensamiento se hubiera engañado aún a sí mismo. Su rostro, sus labios formando una ensoñecida cima, su pelo acurrucando todo ese dormir de la vida, del sueño, de lo que alguno de vosotros siquiera se engañe en recordar como infancia. Grité con tanta desesperación que el eco me desgarró los tímpanos, pateé todas las fotos, las descuarticé con mis dedos desollados por tanto morder, por tanto morder. Su sueño seguía siendo todo lo que yo había querido, pero oírme, ni siquiera su sueño fue suficiente. Y la lluvia, la jodida lluvia empapando cada uno de los centímetros que me separaban del suelo. Un día ella cogió mi mano y leyó cada segundo de los que vendrían. Todo era tan maravilloso, tan cool. Otras veces simplemente paseábamos y ella recitaba a Alejandra. Las nubes jugaban a seguirnos y nosotros jugábamos a seguirnos. Todo era naranja hasta que se ponía el cielo patas arriba y el diluvio nos recordaba que cualquier segundo era ya pasado. Se me quedó la colilla del cigarro pegada a los labios, me dejé caer de rodillas sobre un charco sin agua, creo que recé de forma inconexa al niño que algún día creí ser, pronuncié su nombre para que todas las flores se llamaran como ella.