jueves, 10 de marzo de 2011

Imprecisión de los planos

Ella: Me detuve en la quinta foto. Alguien está a dos segundos de asomarse por la ventana del último piso, posiblemente un hombre con manos de pianista que sopesa la realidad con un porro en la mano durante quince minutos. Se cree que con la última calada viene el vestigio de una frase que intentará anotar en la libreta, llega tarde y la frase se ha desintegrado por completo, mira la foto de una mujer en su despacho, se sonríe. Trato de presionar el disparador, está trabado, reviso la cámara con evidente mal humor y, al tomar posición nuevamente, detrás del lente está una ventana por la que un hombre de ojos verdes y manos de pianista acaba de asomarse.

Él: Mucha gente piensa que la caligrafía china consite en dibujar signos extraños con tinta negra, pero los que estuvimos allí sabemos muy bien que la caligrafía china sólo dibuja las sombras de las cosas. El trazo debe ser firme, seguro de sí mismo, porque sólo una cosa sólida proyecta una sombra suficiente para que sea el hueco por donde penetran nuestros pasos. Aquella tarde el morichal estaba embravecido por el viento y una luz de candil bailaba en la caseta del vigilante. Era raro. Yo caminé despacio hacia la llama, un poco asustada, sintiendo cada huella de mis pies en todos esos años atrás. Los guacamayos repetían sus sonidos estridentes que parecían revolverme los alfileres clavados en las plantas de mis pies. Nada duele más que el silencio no querido, me dijo una vez el anciano profesor de caligrafía. No era una persona, lo supe en cuanto lo vi, era un cabeceo de brisa, un segundo después, ese pensamiento que nos espera llegar a él. Me contó que su familia se había dedicado por generaciones a dibujar las caligrafías, que a él se las empezaron a enseñar a los cuatro años y que a sus ochenta aún no había aprendido nada. Me enseñó que no importaba lo que dibujara, sino el tiempo que me regalaba dibujándolo. Me enseñó una luna que nunca había visto y un trozo de madera que sacó de su deshilachada mochila. Cuando llegué a la caseta comenzó a diluviar y la lluvia se me clavó a puñales. El miedo desapareció nada más verle. Estaba vestido de sombra y en su cara me había guardado una sonrisa. Besé sus pies y él dibujó una mariposa en mi frente. Me habló durante horas y tres amaneceres después su sombra se había borrado y el morichal estaba naranja y verde. Caminé ya sin agujas hasta llegar a mi casa y el teléfono sonó.

1 comentario:

Luna dijo...

Respira una realidad imprecisa hasta el borde mismo de la sombra de sus huellas cuando el reloj sin agujas abandona el tiempo. Y llueve demasiada tinta negra dibujando signos en la penumbra de la mitad de la luna.

Cuando hay sobredosis....