martes, 22 de marzo de 2011

Erizo de lenguas

Ella: Se inclina sobre su hombro, una película de calor delata la cercanía pero aún no hay contacto. Ella sabe que él, detrás de ella, se inclina para alcanzar la última letra en el extremo derecho de la página, pero no la toca. Ella anhela el accidente pero él es taimado, prudente, no la toca. Así pasa que Violeta, nerviosa, pierde poco a poco la postura recta, le cuesta fijar el pulso que sostiene el libro de Nabokov. Cuando está a segundo y medio de girarse para descubrir quién la mira a través del libro, él empieza a leer en voz alta, apenas alta, lo suficiente como para que a ella vértigo de nubes y suero de algas, algo como frotarse contra un erizo de lenguas. El caso es que él, mientras Violeta sostenía el libro y pasaba las páginas, estiraba la sombra de cada mano y levemente posición en la cintura, como si un gato detrás de la puerta. Lento hacia las caderas un dedo y otro dedo, leía una frase y otro dedo como una araña que jamás suelta su telar de aire. Y Violeta, pues, respiraba, pugnaba con el pulso para no soltar el libro mientras él leía y la tocaba desde el otro lado del espejo, semejante ruído atraería la atención de las personas que, sin siquiera imaginarlo, eran testigos de un intercambio de luz.

Él: El cachivaches era un abuelillo patizambo que arrastraba canas y olvidos por el barrio donde yo me crié. Algunos decían que estaba mal de la chaveta, otros lo saludaban con afecto y algo de conmiseración, le daban dos chavos para vino o un hatillo de tabaco recién secado. Siempre me causó respeto aquel viejo, un respeto que estaba a medio camino entre la oscura admiración y un miedo que no me quería reconocer. Iba de un lado a otro con su bicicleta, cruzándose entre los autos y no respetando ni semáforos ni pasos de cebra. Ahuecaba la mano sobre su boca e imitaba las sirenas de bombardeo, se bajaba de la bicicleta y empezaba a correr, a empujarla, sin ninguna dirección sospechable. Gritaba: ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos! ¡Asesinos! Y yo enseguida recordaba las historias contadas en un susurro por mis padres, veía a mi madre cosiendo de madrugada, a mi padre haciendo recados durante el día porque el trabajo le estaba vetado. Oía las descargas de fusiles, veía la sangre delineando las tapias de una memoria que no era mía. A algunas mujeres le daban aceite de ricino y les cortaban el pelo al cero, algunos hombres se escondían en agujeros de los que ya nunca saldrían. El cachivaches corría sin sentido con su bicicleta, con el tiempo y los días ya nadie parecía recordar quién fue, por qué fue. Un día lo atropelló el land rover de la guardia civil. En el labio llevaba un trozo de regaliz, en la mano derecha agarraba con fuerza un manojo de hierba, en el bolsillo llevaba un retrato de su madre y un poema con la tinta desleída.

2 comentarios:

Adriana dijo...

que erotico! que bello!

Luna dijo...

Ella, Violeta, me supera... El poema con su tinta desleída de tanto olvido, de tanto andar. Y yo, que me atrasé!!!!

Un saludo a los dos. Unos maestros.