lunes, 14 de marzo de 2011

Cuento con recaída

Él: Cada día me despertaba con una teoría nueva que iba leyéndome con voz concentrada y la lengua relamida del café con leche. Se sentaba a horcajadas sobre la cama y movía la uña roja del dedo gordo del píe al ritmo de su voz. A mí me maravillaba cómo se metía en su papel de hada de las matemáticas, cómo me llenaba la habitación de burbujas de fórmulas y números y cifras imposibles de descifrar. El pelo le caía por las mejillas y le tapaba siempre un ojo, los labios se le almohadillaban al sonido de sus palabras y cada vez que iba a pasar una página se chupaba el dedo pulgar con fruición y levantaba su vista hasta la mía. Unos días eran los números primos, otros la cuarta dimensión, los sábados siempre me hablaba del enigma de Fermat y los domingos nunca me podía levantar si antes no me había hablado un poco más del número pi. Aquella mañana me dijo que siempre había soñado con números transversales. Yo le pregunté asombrado qué coño eran los números transversales y ella me respondió que aquellos que no se pueden contar de uno al siguiente, sino que tienen que ser vistos al través para darse cuenta de lo que son. Me siguió hablando durante mucho rato del número ámbar, el primero de todos los transversales, y de sus propiedades para hacer que todo aquel que lo sume consigo mismo consiga hacer feliz a quien mire. Me miró y cerró con cuidado el libro señalando con su lapicero la página en la que se había quedado. Llevaba puesta la camiseta azul del escritor cretense, la que yo le había regalado meses antes, y sus pulmones se llenaban del aire tibio de algún número transversal. Juntó sus manos con las mías y me pidió que cerrara los ojos cinco segundos. Cuando los abrí estaba en un bosque de bambú. Parecía una especie de laberinto completamente recto. El bosque era tan tupido que apenas se filtraba algún rayo de sol. Ella estaba conmigo, cogiéndome la mano y tirando de ella para que la siguiera. Anduvimos un trecho muy largo sin que pareciera que avanzáramos porque el paijsaje se mantenía exactamente igual. Mucho tiempo después llegamos a una especie de plazoleta rodeada por los árboles y con un pozo en su centro. Ella tomó la cuerda de la polea y tiró hasta que un cubo de agua llegó a la superficie. Lo apoyó en el reborde del pozo y con un cazo tomó agua que me dio a beber, cuando lo hice volví a despertar con un beso suyo en mis labios.


Ella: Ignoro el trayecto de ideas que constituyen mi entelequia. Los pensamientos se contagian, sostener los ojos un segundo más de lo moralmente correcto puede hacer que contraigas una idea. Mientras más sostienes la mirada, más punzante la idea. Se inicia el movimiento pendular, retrocedes, avanzas, te caes hacia tu propio eje y caminas, la recaída no empieza cuando ya te has hundido las rodillas en el mismo pantano de siempre, empieza con la primera caída, en la ligereza con que te sacudes el polvo y reanudas la marcha como si problemas nada, ignoras que en esto de pensar no hay patrones con esquinas sino círculos, en algún momento   caminarás sobre tus propios pasos y llegarás, adivina dónde, al pantano, porque no tuviste la cortesía de sacarte los ojos de las cuencas y hundirlos como si alas en el entorno. 

2 comentarios:

Adriana dijo...

magico es dejarse llevar por ustedes, uno recupera la pasion por escribir, definitivamente :)

Luna dijo...

Adriana tiene razón, es mágico dejarse llevar aquí. Y yo recupero la pasión por leer.

Un saludo.