domingo, 20 de febrero de 2011

Parque de Praga en los pulmones

Él: En Praga, en una de las sinuosas y empinadas callejuelas que suben al castillo, hay una pequeña tienda de títeres. Desde el escaparate amarilleado por la luz se ven don juanes y doñas ineses, se ven piratas y doncellas, bravos matadores de madera y un pinocho, hay un pinocho con una inmensa nariz terminada en una punta roja, un pinocho de madera castigada a ser muñeco articulado por unos alambres que lo hacen vivir entre bambalinas y sombras y luces reflectadas para dibujar mundos que sólo existen en la imaginación de aquel niño que un día fue. El pinocho tiene los ojos redondos y abiertos, absortos en una preciosa bruja sin verruga que se columpia entre risas y algarabías de rayos de sol que hacen del escaparate un escenario donde soñar. Cada día me quedo un buen rato mirando ese mundo donde sólo respiran ayeres. La bruja me suele guiñar el ojo derecho, no sé si con cariño o por simple burla, pero de igual modo yo le guiño mi ojo izquierdo y en el intercambio de guiños también nos sonreímos. Hay veces que el frío empaña el cristal y ella parece alejarse en la bruma de un viaje en barco, cruzar el océano al ritmo de cuatro chimeneas y el sonido de las sirenas rasgando el futuro. La sirena suena y los obreros salen de la fábrica exactamente igual que cuando los Lumière. Me pongo a su lado y camino entre ellos. Es gente que tose y escupe silicosis a cada paso, huelen a alcohol de quemar y a fiebre, a desencanto despreocupado del que nunca pensó en ser feliz. Llegamos al parque y nos sentamos en círculo a fumar. En esos momentos siempre surge alguna historia, algún viejo cuento inventado que nos olvida del frío y nos frota las manos entre el vaho y el humo del pitillo. Pienso en mi bruja allá en el escaparate, iluminada y sonriente, desdeñosa con el narigudo y cantando una canción de Jorge Drexler.

Ella: Hoy no me cabe en el cielo esta maraña de preguntas. Tengo la sangre herida, los talones rotos y la incómoda sensación de que en mi cuerpo está por desatarse una guerra fría con el fin de expulsarme. Aún así respiro, se tensan mis pulmones, retengo el aire y siento cómo en mi pecho se muere el oxígeno, sale un vapor grisáceo que se aclara si repito esto de respirar una y otra vez durante unos minutos, y así la calma, sosiego tibio. Hoy no, de pronto mañana podré entregarme a la quimera de saber quién soy, de momento prefiero anudarme un hilo de saliva dulce, bálsamo transparente que recorre la almohada desde su boca.

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