domingo, 20 de febrero de 2011

Guijarros

Él: ¿Dónde están los hombres que tenían ilusiones? La pregunta yacía como adormecida en la sección de anuncios por palabras, justo al lado de un ilusionante reclamo de francés por veinte euros y un griego por cincuenta. Marqué el número que se indicaba debajo del texto. Sonó el timbre seis o siete veces y cuando ya iba a colgar una voz de canción me respondió: ¿Aló? Le dije que llamaba por lo del anuncio, por lo de los hombres sin ilusiones, y la voz respondió: “Ahá, un momento, ahá”. Siguió una melodía de aháes y alóes y un cruzar de hojas y un pequeño carraspeo y de nuevo la voz sonó como viniendo de adentro, del esófago quizá, y me recitó un poema y la banda sonora de las palabras parecía volar como si montara en caballitos de mar, recostada entre velos y gasas que de pronto ocupaban todo el espacio de mi habitación. Quise hablar, inquirir algún por qué, pero las palabras se arremolinaban junto a mi boca y me besaban una por una. Las más atrevidas incluso se colaban entre mis labios y se dejaban deslizar en tobogán por mi garganta hasta quedarse muy juntas, quizá abrazadas, en el mismo punto del plexo solar. No sé explicar la razón, pero de pronto me sentí feliz, comencé a reír como nunca me había permitido y las palabras agudas me rozaron la campanilla, provocándome una tos que se confundía con la propia risa. Al otro lado del auricular la voz seguía desgranando su melodía de theremín, haciendo que el espacio entre mi niñez y mí ahora vibrara como si me envolviera un encantamiento. Al poco la vibración paró y ahora eran las carcajadas de la mujer al otro lado del teléfono las que me hacían vibrar. Me preguntó: “¿Ves qué fácil es recuperar la ilusión?” Yo no pude menos que estar de acuerdo con ella.


Ella: Coleccionaba guijarros. Antes de tomar la siesta un paseo, se sacaba los zapatos como el que se quita de encima los dientes de un siglo. Agua fría y espuma poco más arriba de los tobillos, jeans arremangados por las rodillas y el ojo, siempre el ojo de agua que detectaba las mejores piedras, las más pulidas, artísticas. Luego llegaba a casa, las acomodaba sobre el piano, siempre un mapa de arrugas insinuándose en el espejo, los años como estrías en la cara, en las manos, y el piano, las teclas de marfil y el recuerdo de su tacto, aún aroma en la madera. Con cuidado, milimétricamente, hacía encajar las piedras, todas blancas, en una botella, porque un día, quién sabe cuando, el mar traería las manos que debían sostenerla.

1 comentario:

Noelia Palma dijo...

creo que me voy a ir a lavar las manos, para esperar que venga el mar con la botella!!

increíble texto!

me quedo de a poco a leer todo, abrazos para ambos!