viernes, 18 de febrero de 2011

La aguja sostenida del reloj

Él: El día que todo se detuvo es aún recordado por la mayoría de aquella gente. Ninguno habla mucho de ello. Bueno, yo creo que nunca nadie ha hablado de aquel día, pero en la mirada se les nota que es como si ellos fueran los que se quedaron detenidos, como si aquello se repitiera a cada momento en su mente, como si la película se hubiera quedado trabada y el chorro de luz empezara a tornarse en llama. Aquel día el río bajaba muy bravo, el viento ayudaba a ensordecer los gritos de los gancheros intentando dirigir los troncos sin ser derribados por las embestidas del agua, mi padre había clavado tableros en las ventanas para que los cristales no se hicieran añicos y yo disimulaba el miedo sin poder evitar que me castañearan los dientes, más por el frío que por el propio miedo. Mi gato Tobías había desaparecido hacía tres días y eso era una clara señal de la que se avecinaba. El primer vendaval mandó el letrero del barbero a tomar viento, nunca mejor dicho, y enseguida empezó una lluvia de cascotes y ramas y los llantos de las mujeres ya eran otro río y todo se paró, de repente todo se paró. El aire, la arena en los ojos, los llantos, el río, los troncos, la vida. Todo se paró y una muchacha entró en el pueblo por el camino de la montaña. Andaba despacio y junto a sus píes también lo hacían dos gatos, uno blanco y otro negro; enseguida en mi mente se grabaron sus nombres, Abel y Caín. Desde mi escondite debajo de la cama de mis padres la vi pararse en medio de las volutas quietas de aire, de los pensamientos apenas sostenidos por letras aspiradas, de la luz acorralada entre el polvo. Era preciosa, me pareció, y su voz sonó como se oyen las caracolas y su canción me acaricio el vello hasta ponerlo de punta. Todo se detuvo y los viejos sintieron nuevas erecciones y las palmas de sus manos comenzaron a sudar. El reloj del ayuntamiento tocó los cuartos y las horas perdieron muchos de sus minutos intentando volver a caminar, pero cuando retomaron su pasar empezó de nuevo el día a bramar, las sombras se doblaron como pajaritas de papel y un punto, sólo un punto del universo se frunció como un verso. La muchacha siguió su camino con sus gatos y quizá la gente pensó que todo volvía a transcurrir, pero yo sé que todo está aún parado.

Ella: Ahí las copas, en la mesa de roble. Al fondo sonidos bajo el agua y aroma, café a punto, sol insinuándose en el cielo, a dos segundos de abrirse y perforar las cortinas. Respira, y con respirar me refiero a que desdobla los poros, inhala nervaduras tibias, retiene el aire para ver cómo choca el viento en sus pulmones. El techo, fija la mirada en el techo, luego en las paredes, desliza un ojo entre los pliegues de un cuadro, sobre los títulos que aún duermen en la biblioteca. El ojo restante recorre las sábanas, la tenue sinfonía de las sábanas. Espera, caen minutos en el cenicero. Por fin su cuerpo, la selva espesa en sus pupilas, el gesto nervioso de sus dedos en el marco de la puerta. Sonríe, hundo la boca en su espalda, descubro que entre la realidad y el sueño hay una línea muy delgada que, minutos después, ya hemos borrado con la lengua.

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