viernes, 4 de febrero de 2011

Hacia el atardecer


Ella: Debía tener, al borrarse la tarde, una maleta pequeña con artículos de primera necesidad y algún libro, también un diario para anotar las impresiones de un viaje que aún no perfilaba en su mente con exactitud. No se trataba de huir aunque en el fondo huir era el único motivo. Antes de irse dejó puertas y ventanas abiertas de par en par y un sobre de papel, contenía las llaves y el título de propiedad. Pensó en una hoguera, el esplendor de una hoguera escupiendo humo hasta enlutar el cielo, pero no tenía sentido echar abajo una casa en perfectas condiciones, mejor que alguien la habitara, así fabularía sobre los otros, los que también llegarían a creer que adueñarse de cuatro paredes era sinónimo de equilibrio. Ahora ella buscaba paredes de naturaleza flexible, iría construyéndolas kilómetro a kilómetro, gastaría los ojos y cada gota de silencio, escribiría para registrar la mutación de cada célula, de cada pupila dilatada ante el vacío, y así arrancaría pedazos al tiempo que, a decir verdad, no era más que una caída horizontal hacia la muerte.

Él: El hombre terminó con esmero la última lámpara del día. La bailó entre sus manos para observar de cerca hasta el más pequeño detalle, para descubrir la más mínima imperfección. Era perfecta. Y el hombre sonrió burlón de sí mismo porque bien sabía que la perfección no existía, nunca había existido. Fumó de su narguile y aspiró el aire adobado con la hierba más pura del Cuerno de Oro. La ciudad estaba tranquila a esa hora del atardecer y sólo se oía a lo lejos la llamada del almuédano. Le embriagaba esa melodía hecha voz en la que ninguna interpretación es posible. Sólo el sonido construía el significado, no había sentido. No había sitio para la reflexión, sólo el tiempo parecía existir entre las ondas rotas de aquellas gargantas que construían el mundo cada día, cinco veces al día, desde que el profeta. Acarició con suavidad la lámpara como si de ella estuviera a punto de salir Aladino en lugar del genio. Volvió a sonreír. No existía nada mejor que el trabajo terminado, la obra, el día, la vida. No existía nada que se pudiera terminar sin la meditación necesaria para que el deseo dejara paso a cualquier otro deseo. Aspiró fuerte y el agua burbujeó con un ruido opaco, casi tan oscuro como su vista. Caminó, el hombre caminó guiándose con su bastón blanco hasta el cementerio otomano y se postró ante la tumba de su ancestro. Corría una brisa suave que le secó las lágrimas. Vivir no tiene sentido, pensó, y volvió a sonreír, a reír, a agarrarse el estómago partido por la risa. Vivir es lo único que tiene sentido. Se rió.

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