jueves, 3 de febrero de 2011

Dedos que señalan

Ella: Parece que una vez más, entre las cortinas, un fantasma imprime su huella dactilar. Evade mis pupilas habilidosamente. Desliza su levedad como un vértigo, en línea recta atraviesa esquinas y paredes. Cuando por fín logro ponerle un dedo encima se hace humo, y con el humo se va mi cordura. El contorno de su aliento teje grietas de agua, horadan mis manos que estiran asombradas los dedos para tocarse el alma, sólo constatar que aún me habita. El sillón me da la espalda y, aunque no puedo ver, sé que está allí porque lo delata el vaivén suave, un mecerse casi imperceptible que eriza las cuerdas del cuerpo. No hay, entre el fantasma y yo, simbiosis posible aunque, en el fondo, él motive los lápices, las libretas y el decir mudo que jamás digo. A veces pienso que tragarme un sol podría ahuyentarlo, impedir la dosis de silencio que anula mis palabras.

Él: Los súcubos bailaban durante toda la madrugada, cada noche, en la orilla de la playa. Las olas se desplazaban iluminando el agua con las crestas blancas de la luna. Azul, su cabello era azul cobalto y sus ojos miraban con luz. Miré sus labios esponjados y sin darme cuenta estábamos besándonos. Janis Joplin cantaba desde sus caderas y la arena me emborrachó cada poro de nuestras pieles. Me dijo, la realidad no existe, con la boca llena de mi lengua. Cerré los ojos, el vértigo me daba vueltas y mis sienes bailaban el compás. Ella me contó la historia al oído. Era un cuento de un viejo amigo. Hablaba de un libro que no tenía letras, de una historia que pasó de generación en generación encerrada en un libro que no tenía nada escrito. Su uña arañó mi espalda y un hilo de sangre brotó. Con su dedo mojado en mi sangre escribió su nombre. Y entonces desperté.

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