martes, 8 de febrero de 2011

Existir con nube

Él: De entre todas las verdades escoge una, le dijo. Amenofis, que no era egipcio, se quedó pensando largo tiempo, no ya en qué verdad escoger, sino en si realmente había alguna verdad. Y claro, eso de juntar realidad con verdad se le hizo como una tabla de surf en mitad del estómago. Pensó: una verdad podría ser que yo estoy pensando en alguna verdad, pero… ¿el hecho de que yo piense en algo hace que ese algo ya exista? Cogito ergo sum, podría haber pensado a continuación, pero Amenofis no sabía latín, ni siquiera egipcio. Siguió pensando: pienso, luego existo. Y a continuación: pero si existo por pensar y todo lo que pienso existe por pensarlo…si no existiera yo no existiría nada, si no existiera nada yo no pensaría nada, si no pensara nada yo no existiría…Amenofis siguió pensando, no por que le interesara pensar en algo en especial, sino porque si no pensaba dejaba de existir y si dejaba de existir no podría pensar. Llegó a casa, una choza de uralita sujeta como de imperdibles de la ladera más abrupta de su favela. Ese día hacía un sol radiante y todo bullía como si fuera mercado. Agarró con placer la culata de su pistola. Se sentía fuerte y vivo, pensaba sin parar en mil cosas para no dejar de vivir. Pensaba en su madre mirándole con ojos de noche, en el rocío de alguna madrugada cuando aprendió que la frontera entre un día y una noche no era más que un escalofrío; pensaba en la tabla de multiplicar y sus porqués. Por qué cinco por cinco, por qué uno por uno, y le hubiera gustado pensar en algún número primo, pero ninguno sabíamos si viviría tanto para ello. Se trepó por la ladera dejando que el frío cañón le rozara el entusiasmo a cada paso. Pensar, pensar. Cuando llegó al colmado vio al primer policía. Era Marcos, el sobrino de la Felipa. Tenía su edad, los dos habían cambiado chapas de refrescos de pequeños. Tenía también una pistola rozándole el dedo, un gatillo curvo señalando su fosa. Tenía una sonrisa como de medio palillo en la boca, los ojos con legañas, como riéndose de sí mismos. Amenofis dejó de pensar sin poder llegar a escoger ninguna verdad.


Ella: Corrió a la almohada, la dobló entre su pecho y su boca y entonces el grito, un desgarrarse lento que vació sus pulmones, su estómago. Más tranquila ahora, se puso a contemplar el patrón de nubes desde la ventana, recordó la mirada tibia, la fusión de los poros, la ironía de un mar que, si bien les impedía mirarse, no lograba anular el cordón, la sensación de ser dos extremos de un mismo órgano. Entonces colores, suaves deslizamientos de luz entre los párpados, la certeza inasible del encuentro, y en la almohada una mancha oscura que, afortunadamente, ya no habitaba su cuerpo.

2 comentarios:

Adriana dijo...

maravillosos los dos!

Luna dijo...

La verdad
tiene hijas
cuando existe,
y en la almohada
de certezas
ella siempre luz,
habita de él
todos sus extremos.

Ustedes son de otro mundo...