lunes, 7 de febrero de 2011

El vuelo de las pelusas


Ella: El asunto aquí no es dirigirse al centro del abismo y sacarse pelusas de la boca, las pelusas hay que anotarlas, seguirles el rastro hasta herir sus células con el bolígrafo, al menos una, cualquiera. Hay que pensar en cómo eran las pelusas antes de salir de la boca, en qué difusa cartografía se tomaban el té y se daban la mano en sutilísima comunión. Hay que saber, también, el patrón de vuelo, o al menos saber mirarlo detrás de los párpados, sólo así puede uno adelantarse un poco y, con algo de suerte, capturarla entre los dedos un segundo lo ancho suficiente, que permita ver cómo el sol refleja los hilos dentados de su estructura. Hoy, por ejemplo, tengo una pelusa entre los dientes que quiero anotar, me eriza el paladar, la lengua, la idea que como un vértigo corta el aire de mi mente, quiero anotarla pero me descubro pronunciando un nombre de cuatro letras que me mira dulcemente desde los árboles.

Él: De pequeño me gustaba construir laberintos. Utilizaba cualquier cosa para ello, desde fichas de domino a paquetes vacíos de tabaco o arena de la playa. Tenía obsesión por los caminos que se perdían en el propio camino, por imaginar viajes que terminaban en el mismo sitio que empezaron, por historias que se escribían a sí solas, por personas que caminaban sin rumbo fijo. Siempre odié el norte y las brújulas, cualquier orientación que no fuera el guiño de una estrella errante me parecía una prisión sin sentido. Los laberintos eran un camino que había que descifrar, un futuro que se construía a cada paso aunque siempre se dieran lo mismos pasos. Claro que todo esto yo de pequeño no lo pensaba, ni siquiera sabía bien la historia del minotauro y mucho menos me podía imaginar que mi afición por los pasadizos me llevara a ser arquitecto y estar aquí encerrado en este mándala impenetrable. Fuera de aquí no se puede respirar, la temperatura en el exterior es de cincuenta grados y hay vientos y turbulencias que podrían cercenar la cabeza de un dromedario. Pero poco me importa lo que exista fuera, porque sé que nada existe ya para mí fuera de este microcosmos en el que cientos de espejos me reflejan de formas extrañas, inimaginables. No recuerdo ya cuando terminé mi obra, no sé bien si alguna idea determinada me movió a esta imago mundi que me encierra y a la vez me da la libertad de ser, me multiplica en formas convexas y cóncavas, en complejas deformaciones de lo que nunca llegué a estar seguro de ser. No pienso en nada, sólo camino por rutas que se entrecruzan, confluyen y divergen. El arriba o el abajo son lo mismo, los días se miran a sí mismos asustados de reconocerse. Voy caminando, paso a paso como si cumpliera el rito de asomarme a un abismo donde no existe el vacío porque se llena de su propio vacío, se refleja en el pulido vidrio por el que sé que alguna vez asomará su rostro, su boca y esa forma tan dulce de pronunciar mi nombre.

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