domingo, 23 de enero de 2011

Sinrazones, sinsabores.

Ella:

Asistir con la mirada
al momento en que borren mi nombre
de la lista

olvidar que una vez
habité un cuerpo tibio

y hundirme como las piedras
en el mundo de las palabras que no existen

Él: Había una vez en una hoja de papel un pueblo de pescadores azules con una montaña de hielo picado de color naranja. A los pescadores no se les podía, bajo ningún concepto, llamar pitufos, porque entonces se ponían negros y te arreaban un mamporro. El pueblo estaba situado en la costa septentrional de Finlandia. Era un pueblo completamente helado en el que a la noche seguía la noche y al día el día. Vivían en él tres familias, todas ellas de nombres impronunciables. La familia atún tenía tres hijas bellísimas a las que llamaban las atunes, la familia pingüino tenía tres hijos bellísimos a los que llamaban los pingüinos, y la familia marsopa no tenía hijos, tenía un perro blanco como la nieve al que llamaban marrón. Esta inexactitud entre la identidad y la cualidad había provocado en el perro graves problemas de sociabilidad, convirtiéndolo en un animal hosco y hasta a veces peligroso. 

El pueblo no tendría ningún interés si no fuera por la inmensa montaña naranja que se divisaba desde los confines más recónditos del Ártico. La montaña no era de piedra, ni de tierra, ni de nieve, ni siquiera era una montaña de hielo aunque estuviera completamente helada. Era una montaña de mandarina que olía perennemente a mandarina recién pelada. Era una montaña de color naranja transparente en el que los pálidos rayos del sol o la luna parecían ponerse dioptrías para llegar hasta sus entrañas a través del celofán transparente. De las tres niñas bellísimas y azules de la familia atún había una especialmente encantadora. Se llamaba Dana y tocaba el violín cada madrugada hasta que la luz mostaza se volvía a dormir medio despistada por no saber si aún era de día. De los tres niños bellísimos y azules de la familia pingüino había uno especialmente encantador. Se llamaba Danko y cantaba arias de ópera cada anochecer hasta que la luz mostaza se volvía a despertar medio despistada por no saber si aún era de noche. Una noche y un día se juntaron y ellos, al escucharse, se asombraron de que estaban interpretando los dos la misma pieza. Eco, se dijeron riendo a la vez. Ambos se acercaron hasta que sus narices se rozaron en un beso que fue más profundo y largo de lo que este tipo de saludos parecían recomendar. Luego tomaron sus manos y comenzaron a andar hacia la montaña de mandarina. No les costó mucho encontrar la abertura por la que penetrar en su interior. El olor a mandarina les envolvía y acariciaba sus pieles con una suavidad que nunca antes habían sentido. Hicieron el amor entre risas y gemidos. Se contaron sus historias y las de sus familias y también la de marrón. Cuatro mil años después un rayo de sol deslumbrante les despertó. Se asustaron porque nunca habían visto una luz tan intensa. Se acercaron hasta la grieta por donde entraba el sol con los ojos entrecerrados y cubiertos por las manos, como si vieran un eclipse o una película de miedo. Asomaron la cabeza y el viento les golpeó como si estuvieran viajando en un tren camino de Praga.

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