lunes, 24 de enero de 2011

Funambulismos

Ella: Lo más difícil no es esperar media hora a que la ranura de la puerta se alargue y la luz dibuje una avenida en mi rostro. Tampoco en leer para ahuyentar las preguntas que aún no me hacen encuentro el menor obstáculo, finjo leer mientras mis ojos recorren minuciosamente las paredes. Tengo una fijación perturbadora: las paredes con grietas atraen y repelen mi atención a partes iguales. En el sueño suelo contar las grietas, las clasifico según su parecido con algún contorno o silueta, mis manos son muy pequeñas. Tengo seis años y mis manos no saben estrangular al hombre que se abre paso entre las grietas para matarme. Desplaza la pared como si de una cortina se tratara, el miedo se aloja en mi intestino y se mueve, se adhiere a mis huesos y logra extrapolarse hasta la inasible claridad de mi vida. Despierto, en el consultorio ni un sonido, solamente los ojos que detrás del escritorio me miran con espanto.

Él: El cable unía dos lunas rotas, menguantes, y con los dedos fríos apenas cubiertos por los mitones agujereados, Sebastiano del Piombo tiraba hacía sí con todas las fuerzas hasta tensar el arco de circunferencia que dibujaba el horizonte. Cualquier horizonte o cualquier existencia, es lo mismo, pensó entre sudores Sebastiano del Piombo, que por supuesto ni se llamaba del Piombo ni pintaba nada en esta historia. Sólo tiraba hacía sí con todas sus fuerzas, sólo resoplaba para contener el dolor del cable clavándose en sus dedos y el cansancio de todos los años tirando de cada segundo para que llegara a minuto, tirándose de las patillas para mantenerse despierto, sereno, viendo estirarse el arco creciente hasta cubrirlo todo de noche y luna, de cielo negro como cualquier encrucijada no iluminada por ninguna hoguera. Una vez tensado el cable hasta el infinito, Sebastián esperó el redoble y con un santiguarse mitad rito, mitad recurso artístico, agarró su mano derecha a la maroma y con un balanceo de su cuerpo avanzó su brazo izquierdo hasta colgar de nuevo en el vacío que había colgado desde que tuvo noción de ser algo más que vacío. El tambor repicó a cada brazada que le alejaba de la tierra, que le llevaba hasta aquella luna amarilla de luz implacable que se le hendía en los ojos. Cuando llegó al medio justo de la pista, el funambulista se aupó en un solo esfuerzo. Sobre la cuerda todo bailaba abajo, las velas de las mesas, las copas, los requiebros de brillantes haciendo también equilibrios sobre pechos de guirnaldas, mujeres alfombradas hasta el velo del paladar. Sebastián se apoyó en un solo píe. El mundo se inclinó peligrosamente y un grito de placer se escuchó en la platea.

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