domingo, 2 de enero de 2011

Silencios de gato

Él: La muchacha entretejía la noche con sus dedos como si estuviera bordando un manto infinito de azules casi negros puestos a brillar en algún destiempo. Sus ojos eran como gatos agazapados en un sueño, acostumbrados a caminar por un alambre que dividía el mundo en dos partes. De una parte estaba la mañana, que es una palabra de esas que te llevan a caminar o a subir las persianas para que entre el sol de un cuajo. La mañana. De otra parte estaba un ciempiés que quizá andaba cojo y una luciérnaga con la pila gastada, también un sonajero de mil campanillas colgado de la entrada. La casa estaba en completo silencio de gato. Olía a espliego y a otras hierbas que se habían cocinado cada madrugada desde hacía cuatro mil años. De esa parte también estaba el sueño y la voz con legañas que me acariciaba cada noche al contarme una nueva historia. De pronto la tetera pitó y tú te levantaste de la cama, tus nalgas se hicieron mundo y a mí me costó decidir de qué parte quedarme.

Ella: Las calles de Praga sirven para un alunizaje, se abren como anémonas entre la gente, y los faroles iluminan algo más que rostros y piedras. Yo miro, mimetizada por completo en las grietas de los vidrios. La calle es el lado externo de mi pecho lleno de nubes, en ella convergen las avenidas y los trenes, las estampitas y las estatuillas, el paso acelerado del minutero que siempre sonríe aunque no espere a nadie. También, en un un callejón oscuro, se crían fantasmas de raza pura, negrísimos de ancha sombra, que se filtran por las ranuras hasta llegar al mar. Yo no sé porqué me gustan tanto las calles de Praga, puede ser el aroma que dejan sus manos cuando se deslizan sobre el vidrio de los faroles.

No hay comentarios: