miércoles, 19 de enero de 2011

La otra voz

Ella: Le corto el pulso a la mano de este encierro; con cuidado también la lengua, los ojos y el pistilo que le cuelga de la boca como un insecto de pantano. Una voz desanda los caminos de adentro hacia afuera, se estira en el borde de mis dedos y muestra su mala entraña, no me asusta, mi decisión es firme: abro las ventanas para que el viento se la lleve. Se resiste, la voz se resiste, hunde uñas y dientes como un animal que se aferra a los bordes del abismo. El miedo endurece las venas, tiembla la noche al fondo del pasillo, es como si hablara desde la mujer que cruza el cuadro de la sala, esa voz, esa voz de mármol que inyecta gas metano en mis pulmones... retiro mis ojos, los tapo con la almohada, no se ha ido, sé que me quitaré la almohada de la cara y la voz no se habrá ido, permanecerá erguida como una estatua de víboras. La luz, nunca la luz ha tardado tanto.

Él: La primera vez que llegamos a Praga lo hicimos por tren desde Pilsen. Los porqués y los cómos no nos cupieron nunca en el equipaje, pero aquel día, mientras ella, como siempre que viajaba en tren, sacaba peligrosamente la cabeza por la ventanilla, la abracé por la cintura desde atrás y le pregunté al oído: “¿Por qué?”. Ella, como siempre que le preguntaba saltándome el protocolo, se giró y me besó pronunciando un ¿cómo? Entonces pasaron mil segundos o quizá sólo pasó un cuarto de siglo y anduvimos perdidos por primera vez hasta encontrar el río y las escalerillas de la Mala Strana. En Praga el tiempo no se cuenta, se siente en los recodos del frío y en algunas mañanas que parecen perdidas de la noche que las destapó, los carruajes viajan sin cochero y los gatos negros siempre saludan al pasar con sus ojos tristes amarillos de haber visto a muchos pasar. Hicimos que nevara para que ella viera también esa primera vez de caer lo blanco y se río e incluso palmoteó como una extraña poseída cuando descubrió que los copos eran coleópteros vestidos en sus fracs de valses y lámparas anunciando la felicidad. Pero la felicidad nunca viajó en tren, sólo es un anuncio de pastas de dientes y cafés con leche para quien nunca tuvo un copo de nieve riéndose en su mano. Cuando llegamos al hotel ella se abrazó fuerte a mí y me preguntó: “¿Por qué?”

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