martes, 18 de enero de 2011

Árboles y piedras

Para Alejandra, irremediablemente tarde.

Ella: La locura es una piedra irregular de color desconocido, emite sonidos inclasificables al impactar contra la superficie rugosa de la mente. A veces -y esto lo sé cuando se apagan las voces- la piedra se enquista en una grieta más larga que las líneas de mi mano. En esos intervalos de tiempo, mientras la piedra duerme, inmovilizada entre ranuras, el tiempo lo dice todo y lo dice bien... acomoda cada cosa según su forma y función, milimétricamente, sin errores de naturaleza oscura que expongan o develen el desequilibrio. En esos lapsos hay, para mí, un hueco reservado en el mundo, un remanso de tierra líquida en el que mi cuerpo cabe con su mundo de árboles y raíces; una transfusión de luz que puede verse desde el cielo. Pero el tiempo es un gas y se escapa por los huecos de los bolsillos: la piedra muerde, araña las paredes hasta quedar libre y en su rebote describe el lado inverso del mundo, el lado opuesto de la voz insondable, sacrílega y etérea que convierte a los espejos en charcos de metal que conducen a madrigueras cósmicas...

Él: Vio las cintas del su pelo alisadas en el aire por el viento de la carrera. Vio los árboles pasando sin sombra delante de sus ojos, sintió la velocidad en las aletillas de la nariz y apretó fuerte los labios para que ninguna imagen se le fuera de la cabeza. El bosque era una sucesión de tiempos que duraban aunque ella cerrara los ojos y dibujara a su antojo las vías que el tren tenía que recorrer. La velocidad entonces se quedaba quieta como si fuera un anhelo con miedo a quitarse el velo y ver que más allá del sueño sólo hay legañas en las memorias, viejos cuentos deshilachados que ya no sirven para caminar, zapatillas arruinadas de tanto leer entre las líneas de las baldosas una historia que nunca llega más arriba del dedo gordo de cualquier pie. El aire tiraba de sus cintas de colores puestas a volar justo en la dirección contraria a donde ella quería llegar. Era un aire con espuma, con orilla doble de canesú o con olor a panquemado recién horneado en alguna mañana de su infancia. Se sintió niña y burbuja y otra vez niña leyendo mientras pisaba una zapatilla con la otra, con la indolencia del que vive en el cuento, del que recorre calles sin pasos, vidas sin descansillos, aventuras dibujadas a carboncillo en una hoja de papel.

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