jueves, 20 de enero de 2011

Silencio en blanco


Ella: Te abrazo desde el grito que dibuja la niebla, me adhiero a los contornos de tu clavícula como un pétalo, un aroma que salta del café para morir en tus pulmones, y qué dulce muerte, micromuerte caleidoscopio cuando me respiras. No sé cómo, pero al habitarme te habito, como una crisálida de luces, un lento descender hasta la boca del naufragio. No digas a nadie que te miro mirar el mundo con asombro ahora que la vorágine, ahora que la vida y sus colores de arrecife. No comentes que me habita el pulso de tu sangre como un latido de anémonas. Vamos a dejarnos cubrir con el silencio de los que se miran para encontrar su reflejo en el fondo de la copa del otro.

Él: El hombre aquel no sabía qué escribir. Se pasaba horas y horas, días y días, sentado en aquel andamio colgado de la nada intentando escribir con su brocha gorda una frase en negro. Pero no sabía qué escribir en aquella pared encalada y llena de de recuerdos que le rebotaban en sus órbitas. Recordaba aquel árbol de su infancia en el que se balanceaba un columpio vacío, recordaba la tercera hormiga de una fila de mil hormigas que un día le subieron por su pierna derecha. Recordaba el viento haciendo que los postigos de la ventana de su habitación golpearan al ritmo de su corazón. Recordaba al dios de los cristianos queriéndoselo llevar muerto cada noche y a aquel niño que fue rezando tres padres nuestros y una súplica para que aquel dueño cruel de vidas no atesorara más muertes. Recordaba aquel sonido hueco de los dientes de su abuelo cuando le decía: “¡Niño, no me toque los cojones!”. Recordaba a aquella rubia platino de mil pesetas que le tocó los cojones en un callejón del barrio chino mientras sus amigos esperaban su turno entre risas de miedo. El hombre no sabía qué escribir en aquel blanco lienzo que era su memoria para dejar de acordarse de esos fogonazos que ya no eran él, solamente su olor, su infancia sin territorio, sus zapatos sin pasos para andar colgado del andamio que el viento balanceaba peligrosamente hasta hacer caer una gota negra como un punto y aparte en el papel. Pero el punto cayó tan lento como una pluma de cuervo hasta los pies de una mujer con zapatos rojos y el alma tan blanca como la pared. Lo demás no hace falta contarlo, se sabe que ella lo escribió.

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