sábado, 29 de enero de 2011

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Ella: Belleza: Fenómeno inclasificable de alto impacto que sacude, comprime, engrandece y estalla las esferas del pecho simultáneamente. Su naturaleza insondable se mimetiza con cualquier objeto orgánico e inorgánico y, además, también posee rasgos inasibles de vibración velocísima que induce un estado comatoso en las paredes del alma de todo ser vivo capaz de percibirla, una línea vertical descendente conduce al centro del abismo que supone mirarse dentro cuando la belleza se filtra y deja los poros en las rendijas del ser. No tiene precio pero la humanidad aún busca, contra toda lógica, etiquetarla y adherirle sistemas de valoración insuficientes que debieran condenarse en todas las constituciones del mundo. En las personas sensibles percibir la belleza consiste en una forma de vivir y también de morir, alcanza tales temperaturas el contacto de su lengua, que la fiebre se instala en los huesos por un segundo que bien podría parecer mil años compactados milimétricamente. Esta sensibilidad tampoco puede comprarse y es difícil desarrollarla con los sentidos cerrados sobre sí mismos. Para extraer de la belleza el mayor provecho se recomienda reclinar la vida sobre el asiento y dejarse atravesar por el relámpago de su magia cósmica que es, en sí misma, una fuerza de la naturaleza.

Él: Atravesar la nada puede ser algo muy parecido a flotar sobre el jabón de una bañera de porcelana. Correr a través de los segundos pasando calles con edificios vestidos de triste y ahuecados hacia el lado izquierdo puede ser parecido a esas voces que retumban en tus oídos cuando te reincorporas a la vida tras un largo sueño. Vivir atravesado por cien medidores de salud, atado a la máquina que te permite respirar, es lo más parecido a no vivir que Raimundo Fernández ha conocido nunca. Raimundo Fernández. Cuarenta y cuatro años. Ciento ochenta y cinco centímetros desde el suelo hasta algún lugar indeterminado de su cabeza. Está atado a una camilla y de sus venas salen decenas de abejas que le liban la sangre. En su frente una cinta con diodos le marca cada pensamiento y en su pecho los electrodos le mueven los segundos. Su viuda está sentada frente a la camilla, cogiéndole la mano libre y rezando a algún dios para que la deje viuda y sufriendo en su paz. Es una mujer triste, lo fue siempre, acostumbrada a las novenas y a las orillas de las enaguas almidonadas al amanecer. El tiempo es otro, un tiempo pasado, dibujado en papel sepia y en recuerdos de mesas camillas. Los niños juegan con piedras y en los parque todavía no se amortigua la vida. Raimundo Fernández quiere hablar, pero después de toda una vida sin hablar no va a ser fácil hacerlo por la pequeña razón de la muerte. La viuda suspira y piensa en síes condicionales que no la sacan de ninguna parte. La enfermera entra y con milimétricos movimientos profesionales descarta la vida del paciente. La viuda suspira otra vez y se siente libre por primera vez en tantos años y piensa en una cama fresca sólo para ella y se entretiene pensando en pintar la casa y llora, la viuda llora desconsolada mientras se rasca con disimulo la pantorrilla.

1 comentario:

Luna dijo...

Ustedes dos, no me dan respiro...hoy atravesada "...por cien medidores de..." lectura...

Saludos enormes. Buenas noches.