jueves, 27 de enero de 2011

Espejismo

Ella: Sentada, muda frente a la página, salía por la ventana con los ojos sin remordimiento alguno; el lápiz seguía andando mientras no escribía. En el fondo, al final de la avenida más blanca de su mente, tenía muy claro que el mundo seguía escribiéndose en su interior porque aquello formaba parte de su sistema vital, algo como respirar o dejar caer el libro al quedarse dormida. Tan pocas palabras alcanzan la página... llegan extraviadas, como arrancadas de un sueño, ponen un pie en la hoja sin comprender demasiado bien para qué han sido trasladadas a semejante llanura. No escribiría sus mejores palabras ese día, se las llevaría en un escondrijo de madera cuando viniera la tierra a cubrirle.

Él: Cuando llegué a la ciudad de las torres oblicuas me detuve un largo rato a contemplarla desde una colina a pocas decenas de pasos de su muralla. Los tejados ocres se abrían como pechos de doncella al cielo, los dorados de las veletas y la enseñas de las cúpulas azules se reflejaban en la calina que subía como un espejismo hasta juntarse con las nubes que jugaban a ser mujeres de Rubens. Estaba cansado por los días de polvo y viaje, por los años de espera y sueño, por todas esas vidas que nunca me habían cabido dentro. El sudor y la sed se me juntaban en el esófago hasta hacerme sentir de nuevo la misma vieja punzada de dolor, aquel vaciado abrasador que tantas otras veces había sentido cuando el sueño dejaba de llamarse sueño. Era bella. La ciudad a mis píes era muy bella, reposada y digna, segura de su insignificancia, de que sus arcángeles no eran de madera y sus mezquitas de cantera, segura de que el barro sólo era barro, por más que a menudo se vistiera de hombre, segura de que en los panteones sólo mueren los vivos y de que las huellas de los carros son lo único que marca las horas. Justo a las tres de la tarde cantó el almuecín y todo pareció volverse de otro color y hasta el agua brotó de la misma duna donde se hundían los cascos de mi alazán. Alá es grande, pensé, sintiéndome tan pequeño que descalcé mis píes y los lavé con la arena del desierto. Cuando extendí mi estera y me arrodillé cara a la Meca, quince siglos se me postraron en las espaldas hasta hacerme sentir el peso del mundo. Mi alma flotó hasta algún sitio donde ya nada pesaba, donde los azules se sentían bajo los párpados y la risa era una cítara que se estiraba hasta tocar mi pecho. Amé. La recordé. Su vientre, su vientre girando entre mi vino y mis manos inventando sus caderas. La música. Sentí su voz cantándome alguna leyenda de antes de que hubiera Dios. La amé. A lo lejos, desde una ventana de una de las torres, un pañuelo me dio la bienvenida.

2 comentarios:

Luna dijo...

Enmudece hasta el pensamiento...
La historia está, solo que es imposible, al menos para mí, ponerle palabras.
Me ha encantado leer y releer.

Un gran saludo a los dos.

Adriana dijo...

siempre me desespera que las mejores cosas se me ocurren cuando estoy a punto de dormirme.. sera por esoque conscientemente no me quiero dormir?