sábado, 15 de enero de 2011

Adagio


Ella: El filo de la noche me hace una cortada de papel en el dedo. Mido, con exactitud, el gesto que se dibuja en tu rostro de ojos cerrados. Atraviesas, palmo a palmo, la densa materia de los sueños hasta que la tierra es un planeta olvidado que gira sobre su propio eje. Camino sobre tu espalda con los dedos y te mueves un milímetro hacia la derecha. En ese espacio solíamos caber cuando el mundo no existía y éramos, apenas, dos partículas flotando hacia la nada.

Él: Dicen que los guacamayos azules no se pueden enfrentar a un espejo porque empiezan a imitarse y se desesperan de verse ir al lado derecho cuando se han movido hacia el izquierdo. También me dijeron, esto ya confidencialmente, que una vez un guacamayo azul se volvió rojo al mirarse de reojo. Desde aquel momento todos los espejos fueron rotos y sus pedazos formaron nuevas cartografías de los nuevos mundos de cada nuevo reflejo. Al poco tiempo ya todos los guacamayos eran rojos. La asamblea de guacamayos rojos (antes azules) se reunió a efectos de solucionar el problema y no parecía encontrar ningún arreglo para el desaguisado hasta que uno de los guacamayos de la última fila tosió tímidamente para hacerse oír en la estridente batahola. Dijo: “Hay una música que compone los cristales rotos como si fueran puzzles”. Todos parlotearon, rieron y hasta algunos se limpiaron disimuladamente los mocos con el plumaje. La conclusión fue que había que intentarlo todo y entre todo estaba la música. A los tres días llego una estrafalaria muchacha con una camiseta azul en la que había escritas unas palabras griegas. De su vieja mochila llena de mariposas sacó un violín de color lila y con voz respetuosa pidió a todos los guacamayos que se subieran al mismo árbol porque podrían correr peligro de herirse con los fragmentos de vidrio buscándose por el aire. Cuando todos estuvieron en su sitio y en completo silencio, una melodía que parecía salir de las entrañas de la tierra salió de las entrañas del violín, de las entrañas de la muchacha, hasta hacer vibrar los árboles y las plumas de las aves. Muy lentamente, como si el único movimiento posible fuera el movimiento del adagio, cientos y miles de minúsculos pedazos de vidrio se desplazaron flotando por el aire, cada uno formaba otro, y este otro, y todos de pronto fueron otra vez espejo que reflejaba a todos los guacamayos rojos en el árbol para que el sonido se reflejara también en ellos y de nuevo fueran azules. El adagio terminó y un griterío entusiasmado invadió el bosque. La muchacha guardó su violín en la mochila, sonrió como cansada y se perdió por el bosque. Al poco tiempo los guacamayos estaban desesperados, mirándose ir al lado contrario en el espejo.

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