domingo, 19 de diciembre de 2010

Los ojos

Ella: Estos ojos nuevos no me caben en las cuencas. Quieren salir corriendo y adherirse a cada trozo de mundo que perciben. Los siento bailar en las órbitas, inquietarse ante la figura de un gato negro, deslizarse falda abajo hasta unirse a un charco de colores que en realidad es el reflejo de un arcoiris. Creo que mis ojos tienen fiebre, se tocan la frente cada tanto y buscan, como queriendo mirar más allá de sus límites, como si quisieran comprender el mecanismo interno que hace girar las cosas hasta acomodarlas en el sitio exacto, de esa forma una vez y nunca más. Yo los dejo, que se vayan y recorran mundo con sus pies de arcilla, así me quedo con los sonidos, con el tacto, con las palabras insinuándose en mi boca. Los ojos pueden irse porque sabré dónde buscarlos cuando se haga de noche. Estarán pegados a tu ventana, midiendo el pulso exacto de tu respiración, haciéndose un uno con el movimiento pendular de tus pulmones bajo tu pecho.

Él: Los cielos no podían dejar de caer y el azul se desparramaba por los suelos poniéndome los tobillos perdidos, casi torcidos en un estúpido intento de esquivar la realidad. Realidad es esa señora gorda que sirve huevos con tocino de los que luego te sientan mal. El bar está repleto de gente y yo cierro los ojos con fuerza para recuperar su cara, sus labios, su forma de cantarme una canción. La canción que suena ahora es otra, una especie de lambada con esas letras ridículas y machistas que a ella le gustan tan poco. Los huevos están buenos a pesar de todo y le pego un trago muy largo al día hasta que anochece y oígo sus pasos venir. Me tapa los ojos con sus dos manos y me pregunta: "¿Quién soy?" Cuando he terminado de decirle quíen es ya ha amanecido y la cama está deshecha, su pelo le tapa la cara y sueña conmigo desde algún sueño. El azul del cielo está mirándonos y yo sonrío.

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