jueves, 30 de diciembre de 2010

Libros

Ella: Ya era adicta a los libros cuando aprendí a leer. Creía que las letras eran minutos y que se dejaban caer sobre la página para que su cadáver dejara una mancha parecida a un dibujo. No hay, sin embargo, nada macabro en este pensamiento, era una niña que no sabía leer pero que intuía sin ninguna dificultad el lienzo infinito capaz de albergar vidas superpuestas. Luego, cuando aprendí a leer, me di cuenta de que no pude tener una percepción más acertada: las palabras eran cadáveres de ideas dispersos en la hoja. La adicción se hacía más fuerte tras cada libro; la sensación de vacío que quedaba después de la lectura, la nostalgia de que hubiera acabado ese recorrido, me impulsaba rápidamente a tomar otro para pasar el duelo. Más tarde comprendí que mi adicción a los libros no eran sino el reflejo de una búsqueda, de una quimera que se redimensionaba en mi interior tras cada libro, así que quise mirar a los libros desde el otro lado, cambiarme de silla, escribirlos. No me fué mejor, la búsqueda es la misma, me muero y renazco tras cada libro que leo, y tras cada texto que escribo. Es algo que compartimos, él y yo, la adicción a las páginas que de tantas maneras distintas nos retratan, es por eso que ahora escribimos, también, al  mismo tiempo; para ver si sentándonos al otro lado, en la silla al frente, seguimos siendo un espejo de voces. El resultado nos inyecta un cordel de asombro escarchado minuto a minuto.

Él: A veces se le quedaba mirando fijamente para bañarse en la tristeza de sus ojos. Veía una mirada que venía de una nube, de uno de esos fenómenos físicos que ella le explicaba para explicarle lo invisible. A veces la mirada era de un color y otras de algún recuerdo que ella comprendía sólo con mirarlo, como si ya le hubiera leído todos los momentos de aquellas vidas dejadas escurrirse entre los relojes de los soles abiertos de par en par, como claraboyas que dejan ventilar un alma. A veces, sólo a veces, ella besaba esos ojos para que se mojaran lo suficiente del rocío de sus gotas de lluvia engarzadas entre sus mejillas. Aquel día todo ocurrió igual, los dos viejecitos siguieron mirándose durante años. Al fin y al cabo eso no era tiempo para sus cuatro mil años, sólo era amor de cada segundo. Yo pasé caminando a través de su silencio, ella se había dormido leyendo a Vargas Llosa y el libro también dormía sobre sus senos. La acaricié suavemente y el tiempo comenzó otra vez a andar.

1 comentario:

...jebumarï... dijo...

nooo que hermoso.
vamos, qué clase de conexión intergaláctica hay entre estos dos grandes escritores, porfavorhermosooo.
ese juego de las miradas que hay en los textos, ese espejo...
bien. me saco el sombreru.
abrazos