viernes, 15 de abril de 2011

Piedra y farol y luna

Ella: Nadie sabría decir a ciencia cierta qué es un farolario; construirlo implica un estado de contemplación minucioso, implica dejar caer la mano abierta de los ojos sobre cada cosa pero, especialmente, sobre la realidad oculta que cada cosa alberga en el útero, como un dato escondido dentro de una piedra; puede ser cualquier piedra, un quarzo, un guijarro modelado por la ola de un siglo, aguamarina líquida del tiempo. Nadie sabría decirlo, no se trata de coleccionar faroles en un cuaderno, dibujarlos rápidamente, antes de la huida estática que emprenden cuando viajamos en el tranvía. Yo, personalmente, prefiero los faroles rotos, los que se han quedado con el foco tuerto, como si la noche hubiera engullido sus ojos; son más agudos, ciegos en la penosa obligación de alargar los sentidos restantes, un símbolo que al no iluminar los pasos del errante eterno, lo obliga a crear su propia luz.

Él: Nunca un clarinete había sonado a níscalo, ni un cienpies había recorrido la Amazonía, ni siquiera Salvador Roncesvalles se llamaba así. Era una cuestión de inexactitudes, sólo eso. Un día o más bien un año hacía muchísimos días, Salvador salió de casa con el sólo apoyo de un paraguas deshilachado, pero aunténticamente inglés, y una gorra del beisbol de la segunda liga. Hacía un calor de los mil demonios y un frío allá dentro que no se podía caldear con ningún roce ni caldera. El camino nunca le importó y cualquier paso le moría en el siguiente, pero no olvidó, eso nunca, aquellas viejas historias que de niño le contaba su abuelo. Los soles se fueron rodando y la luna siempre era la misma, allí colgada del perchero de su pensar en las sobrecenas cubiertas de estrellas y ningún tenedor. Una de esas noches se agolpó en la barra de un bar sumido en tequilas y pasados que no habían sido. Una sonrisa y una lengua y dos copas más y un alivio en un catre de pocos muelles ya. Quizá a él no le importaba la urgencia de la mujer más que la suya propia y de pronto notó que en su clavícula se formaba una especie de protuberancia entre cartílago y suave plumaje de ala blanca de ángel o tal vez de querubín, vayamos nosotros a saber las categorías o clases de los prodigios. El caso es que de aquella carne, de aquel catre, surgió un vuelo que al principio era raso y poco a poco de vista de pájaro, y más tarde el vuelo de un condor dibujando las líneas de la mano del mundo desde su cielo infinito. No sabemos a ciencia cierta más de este anecdotario, tan sólo creemos recordar que Salvador continuó volando y planeando y mirando los arroyos serpentearse entre los refajos de un entretejerse arbóreo. Una luna se hizo noche y le besó en párpados. Llovía a cántaros afuera de su impermeable y las ranas cantaban canciones de boda. Todo estaba oscuro menos aquella mancha blanca, como si fuera una mejilla dispuesta a ser besada. Tampoco nadie me dio cuenta de lo que digo, pero yo sé que si alguna vez la miro escribir, en su libreta las palabras se convierten en piedrecitas para llegar hasta ella.

No hay comentarios: