domingo, 3 de abril de 2011

Dedos de metal sobre farol y piano

Ella: Hoy se cumplen, exactamente, dos décadas y una luna desde que el accidente y los vidrios en la mano. Los años le arrugaron la cara, como un papel que directo a la basura y adiós ese cuento mal escrito, mal pensado, mal parido. El caso es que las manos, o lo que queda de ellas, se estiran un poco, se abren como si quisieran sostener algo pesado, de pronto la prótesis de la pierna o el sillón en el que se sentaba a tocar el piano Pero del sillón nada, también luce encorvado, como si la ausencia de un cuerpo en su estructura pesara más que el mismo cuerpo. Habría que quitarle una capa muy densa de polvo, de pronto con el estropajo amarillo que cuelga de la puerta del baño, pero no, nada de limpiar con estos dedos que no son dedos sino una colección de gusanos de metal que no responden de inmediato a las órdenes del cerebro. Hoy tampoco se hará la limpieza, ni se hará nada. Nos sentaremos a mirar el rebote de luz contra la superficie pulida de los dedos de metal, nos sentaremos a llorar un poco al mirar el piano, y luego abriremos la puerta a los alumnos del conservatorio.

Él: Los viejos faroles de gas siempre le habían causado una ensoñación cercana a la narcolepsia. Le gustaba caminar entre el atardecer y la luna dormida de farol en farol, algunas veces descubría palomitas de la luz revoloteando a su alrededor y las imaginaba campanillas alborotándole la tristeza, tirándole de las mangas de los recuerdos oxidados, cantándole la canción del arroz con leche con una sonrisa de aquellas que se balanceaban en su cara de bruja de las mil trapisondas. Ella le había dicho que le dibujaría un falorario y estuvo meses coleccionando fotos de farolas de todo el mundo, sobre todo de ciudades con atardeceres tristes. Luego de escogerlas con el escrupuloso método del amor, las fue dibujando una a una en su grandísimo bloc de pasta de algodón. Utilizó las acuarelas para ello porque pensó que así podría rimar las nubes de penumbra con las nubes de espuma de mar que de niña veía salir de la pipa de su padre. A cada farol dibujado le añadía una pequeña historia, uno de esos cuentos maravillosos que ella urdía casi sin pensar dejando que las palabras salieran de su boca como pelusas. Ella decía que esas historias no eran inventadas, eran historias que los faroles habían presenciado en alguna ocasión, tan verídicas como que la luz que se descolgaba de ellos no era luz, sino la púrpura del tiempo. El hombre recordaba cada uno de los faroles dibujados para él. Se detenía en cada nuevo farol de su paseo como si pasara una página de aquel cuaderno, leía en su memoria cada palabra, cada pelusa, de aquellas historias, cada noche como si no hubiera más día, cada noche como si no hubiera más noche. Recordó la historia del farol con una niña a la que le habían crecido pies de arlequín, la de las palabras que se trasvestían de números para salir de fiesta, la de aquel gato llamado Caín que siempre volvía magullado a casa por defender a su hermano Abel. Tantas historias, tantas noches, tantos faroles.

1 comentario:

Luna dijo...

Suceden muchas cosas cuando leo. Es como palpar las historias en dibujos de letras, o escuchar los sonidos de los puntos, de las comas. Un placer, realmente.